viernes, 25 de mayo de 2012

Imágenes de Estambul

Hay imágenes de ciudades que son tópicas, vistas mil veces en vivo o en fotografía. Bellas, pero ya no se encuentran palabras para glosar esa hermosura porque todas parecen haber sido usadas. Son de postal. Manhattan sur visto desde Brooklyn, por ejemplo. O Whitehall desde Trafalgar Square un atardecer. O Roma desde el Gianicolo.

Estambul ofrece varias de esas vistas. Orhan Pamuk, el premio nobel estambulí, recomienda al visitante que su primera parada, nada más bajar del avión, sea en el puente de Gálata. El lugar, según él, en el que mejor se siente Estambul. No sé si el mundo tiene un centro y si ese centro ha estado siempre en el mismo sitio, pero apostaría a que, de existir, está en la vieja Constantinopla y, dentro de ella, en ese dichoso puente que une las dos orillas del Cuerno de Oro, cerca de donde se abre al Bósforo. Desde allí se pueden ver Tracia y Anatolia, Europa y Asia. Y todos los estambules; la ciudad de Constantino y todas las aledañas que, con el tiempo, han terminado por formar esa formidable megalópolis que parece no tener fin.

En sí, ya se sabe, el puente enlaza Constantinopla, la orilla sur del Cuerno, con Pera o Gálata, la colonia genovesa del lado norte que hoy es el corazón del Estambul moderno. Hoy son dos barrios de una ciudad cosmopolita pero genuinamente turca. Pero sus diferencias permiten intuir el Estambul que fue. Dicen que los estambulíes –como los lisboetas- viven transidos de nostalgia de un gran pasado, habitantes de una urbe cuyo estado natural es la decadencia. En cierto sentido puede ser verdad que Constantinopla no llegará a ser nunca más que lo que fue en su hora más primera, pero hay decadencias ruinosas y decadencias extraordinarias. Al menos, la decadencia de Bizancio y sus sucesores ha dejado unos vestigios inigualables. Hay cosas igual de impresionantes en otros sitios, pero pocos lugares en los que se encuentren todas juntas.

Paseando por la calle Istiklal –caminando hacia el puente- llama mi atención una exposición de fotografías en el consulado de Grecia. Entro. Son fotografías de principios del siglo XX, tomadas por un fotógrafo griego de nación –estambulí, claro, que tan griego se podía ser naciendo en Estambul como en Atenas- al servicio del sultán. Las maravillosas imágenes ponen rostro a esa ciudad que debió encontrarse Edmondo D’Amicis. Algo que da sentido a la expresión “crisol de culturas”.

Al llegar al puente, vuelvo a acordarme de D’Amicis y su propia descripción del trasegar de gentes. Intento imaginármelo como era y no cuesta. Intento imaginar el puente de Gálata, tan lleno de humanidad como ahora, pero más abigarrado. El italiano lo describía como punto de encuentro de gentes de todos los rincones del imperio. Una fabulosa colección de tipos humanos procedentes de todas las provincias otomanas. Pienso, entonces, en el propio imperio y su gran complejidad. Y entonces, los turcos se me antojan un poco como los españoles. Un pueblo venido a menos, pero que ofreció al mundo una de las estructuras jurídico-políticas más impresionantes que han visto los siglos. Como los españoles y los romanos antes que ellos, los turcos otomanos conquistaron y sojuzgaron pueblos, pero también los administraron, mantuvieron paces precarias y apariencias de respeto en todas las fórmulas posibles de relación entre pueblos, creando para ello unos ingenios cuya sofisticación merece, por derecho propio, un lugar entre las grandes creaciones del espíritu. Creo que siento por los turcos un sentimiento de hermandad. Y una enorme simpatía por su empeño –o el empeño de algunos de ellos- de crear una nación moderna sobre las ruinas de esa creación genial. Devenir nación tras haber sido nada menos que un imperio. No es tarea fácil.

Y en estas, llegas a la mitad del puente y ya no puedes apartar la vista. A tu izquierda, la colina del Serrallo, Santa Sofía y el palacio de Topkapi –con una monumental bandera turca que, por cierto, flamea al viento, justo en el lugar en el que Bósforo y Cuerno se encuentran- a tu derecha, la orilla sur del Cuerno de Oro, jalonada de mezquitas, a cual más hermosa, y minaretes hasta donde se pierde la vista. Actividad incesante en los muelles. El sol se va ocultando y, entonces, la ciudad revienta. Desde todos los alminares, a la vez, se llama a la oración. Las voces de los muecines se superponen las unas a las otras, en un canto armónico de una belleza indescriptible. La laica Estambul parece ignorarlo, el trasiego no cesa, los barcos van y vienen bajo el puente y por el Bósforo sin pausa, los tranvías no paran de pasar, transportando de un lado a otro gentes que se apuran para llegar al muelle de Eminönü y, en fin, turistas y locales disfrutan del placer de cenar pescado al aire libre o tomar una cerveza en los mil restaurantes del propio puente de Gálata. Como una metáfora de la propia Turquía.

Yo, extranjero y descreído, nunca estoy más cerca de creer en Dios. El momento pasa. Los muecines callan y vuelvo a mi íntima convicción de que Dios no existe. Por un momento, me queda la sombra de duda. Y, si no existe, ¿es que pueden los hombres solos crear algo tan bello?

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