lunes, 8 de diciembre de 2014

CONSTITUCIÓN: RAZONES PARA TEMER LA REFORMA

Con cierto aire de liturgia o por lo menos de costumbre, llega el 6 de diciembre y se habla de reformas constitucionales. Los periódicos le dedican al asunto editoriales, artículos de fondo y columnas o publican entrevistas con especialistas. La cosa se viene repitiendo desde hace bastantes años. El nacimiento de la infanta Leonor incorporó abiertamente al debate la cuestión sucesoria –la cuestión de la discriminación de la mujer en el ámbito sucesorio, para ser exactos- y la ola fue creciendo. Poco después de llegar al poder, José Luis Rodríguez Zapatero pidió al Consejo de Estado, entonces presidido por Rubio Llorente, un informe sobre reformas necesarias o convenientes. El alto organismo consultivo identificó tres o cuatro áreas de mínimos sobre las que, se supone, no hubiera sido difícil encontrar el necesario consenso. La reforma o supresión del Senado forma parte de ese elenco mínimo de cuestiones, por ejemplo. En los últimos tiempos, las voces que claman por un cambio en el texto, incluso las que lo consideran ineludible, son cada vez más. La reforma constitucional se presenta por algunos como remedio a los grandes problemas patrios: el deterioro institucional y la cuestión catalana.

La diferencia respecto a otros años la marca el PSOE: por vez primera, el principal partido de la oposición no solo se declara abiertamente partidario de la reforma constitucional en abstracto sino que cuenta con un proyecto en concreto, que está dispuesto a tratar con los demás grupos políticos. El PP, por su parte, parece negarse rotundamente, imagino que con sus razones que, como es habitual, se niega a exponer, prefiriendo, como es ya su consolidada costumbre, ofender la inteligencia de sus votantes con el recurso a frases hechas y lugares comunes.

La opinión publicada, al menos la de Madrid, parece partidaria del cambio. Me resulta más difícil interpretar la posición de la de Barcelona, que no sé si está en esta clave o en otras distintas. Incluso quienes reconocen que, por sí, una reforma de la Constitución  no tiene por qué traer consigo las soluciones a los problemas que nos aquejan parecen encontrar en el proceso constituyente, por el mero hecho de ser, virtudes terapéuticas. En parecidos términos a los que se emplearon para alabar el proceso sucesorio que llevó al trono a Felipe VI, se habla de la capacidad de generar “ilusión”, “sensación” de movimiento, etc. No es que los promotores del cambio hayan perdido la cabeza y desconozcan que este tiene riesgos sino que creen que la perpetuación del actual estado de cosas tiene más riesgos todavía. Y puede que tengan razón, claro.

Creo que nadie con sentido común puede desconocer que la Constitución del 78, siendo, con diferencia, el mejor instrumento de organización jurídico-institucional con el que España ha contado nunca, adolece de defectos, unos más graves que otros. Algunos de esos defectos proceden de su propio diseño; otros, sencillamente, han resultado ser tales por la evolución de las cosas. Quizá es más justo decir que la Constitución presenta determinadas deficiencias técnicas en algunos aspectos y que ha quedado desactualizada en otros. Y claro que hay, también, algo más que un poco de verdad en la idea de que conviene, periódicamente, renovar el pacto constituyente haciendo participar de él a las generaciones que, por edad, no pudieron incorporarse al mismo en su día. Existe, además, una razón quizá más técnica pero no por ello menos importante que aconseja la adaptación periódica: que no se modifique la constitución formal no implica que no mute la constitución material, que puede hacerlo por diferentes vías; es el caso de España. El entramado normativo que llamamos “constitución” en un sentido material –que está integrado por las disposiciones que conforman el llamado “bloque de la constitucionalidad” y por un conjunto amplio y difuso de normas, actos y costumbres- ha cambiado en España a ojos vista en estos casi cuarenta años y es evidente que no siempre lo ha hecho de modo ordenado ni coherente. Si la constitución formal no se adapta, si deja de recoger en su seno por lo menos la parte fundamental de la constitución material se corre un riesgo de falta de normatividad de la norma suprema y eso es peligroso.

Dicho todo lo anterior, personalmente tengo, al menos, cuatro reservas que me hacen temer tanto o más que desear una reforma y que me llevan a compartir la prudencia del Gobierno (siendo generosos, vamos a poner que lo del Gobierno sea prudencia).

La primera es que no creo en los poderes taumatúrgicos de la ley, de ninguna ley, la constitución incluida. Pensar que el cambio constitucional hará desaparecer como por ensalmo ciertos defectos de nuestro sistema institucional es ilusorio. No niego que determinados mecanismos puedan mejorarse pero hay cosas que ni dependen ni dependerán nunca de las leyes. Y la reforma de las leyes puede ofrecer a los responsables políticos la excusa perfecta para no hacer reformas en otros campos o, simplemente, para no afrontar la responsabilidad que ya les compete bajo la ley vigente. En realidad, la reforma primordial que necesita España para gozar de un mejor clima institucional no consiste en mejorar los resortes del Estado sino en retirarlo de múltiples ámbitos de la vida colectiva. Necesitamos menos Estado y eso, por razones obvias, no se consigue con leyes sino con valientes decisiones políticas.

La segunda de mis razones tiene que ver con la idea del proceso en sí como catalizador, como algo ilusionante. Es verdad que la misma idea de “proceso constituyente” conlleva la de “oportunidad”. Una reforma constitucional nos hace sentirnos un poco adanes, claro. Pero un proceso así, especialmente cuando no se dispone de un planteamiento previo encierra también numerosos peligros. Lo advertían ayer mismo en El País Mario Vargas Llosa y Cayetana Álvarez de Toledo: algunos, especialmente los liberales, tuvieron que tragarse más de un sapo, en aras del consenso, para parir el texto del 78. Esto a menudo se olvida. Izquierdas, nacionalismos regionales, derecha conservadora claman contra la constitución, la desprecian, algunos la denuncian como impuesta. Se permiten el lujo de denostarla. Al parecer, se presume que a quienes no lo hacemos nos encanta, nos parece un texto perfecto. Esto, ya digo, a menudo se olvida. Los nuevos revisionismos tienden a pintar la Constitución como una imposición de unos sobre otros: del españolismo sobre el regionalismo, de la derecha sobre la izquierda. Por eso,  a quienes ahora claman por su reapertura ni se les pasa por la cabeza que haya quien quiera revisar el consenso en su integridad. A menudo se cita como ejemplo, cómo no, la cuestión territorial. Un porcentaje no despreciable de españoles creen que irían mejor servidos con un estado unitario; sin embargo, esos españoles son sistemáticamente ignorados y su opinión tenida por inexistente. Esos españoles tienen motivos para temer que cualquier reforma no solo no acerque la constitución a sus deseos sino que, al contrario, la aleje más todavía. Así, la propia idea de que el proceso pueda abrirse no solo no resulta ilusionante para algunos sino hondamente preocupante: se va querer, probablemente, revisar un consenso pero no en su totalidad, ni mucho menos; determinadas partes que concedieron no podrán recuperar nada de lo concedido y, muy al contrario, tendrán que conceder más aún. Confieso que me encuentro en ese grupo. Tengo razones para temer que cualquier reforma de la Constitución no solo no la hará más afín a los postulados liberales sino que más bien será al revés.

Y esto liga con la tercera razón: Cataluña. Convengo con las opiniones que dicen que cuestión catalana y reforma constitucional deberían separarse. Esto no implica negar, en absoluto, que una reforma constitucional pueda formar parte de una solución a la cuestión de Cataluña o incluso ser esa solución en sí misma. El problema es que hoy por hoy, dado el tono y el tenor de las reivindicaciones del nacionalismo catalán, nada indica que ello pueda ser así. Casi todos convenimos en que el Título VIII, diseñado esencialmente para resolver los problemas vasco y catalán,  ha dado de sí muchas cosas, unas mejores y otras peores pero, desde luego, no ha resuelto esos problemas y, más bien, ha creado otros cuantos. Una reforma constitucional en respuesta al desafío que viene de Cataluña podría incurrir en el mismo error. Podría no resolver y ni siquiera paliar el problema catalán e inducir múltiples otros problemas en el resto del territorio. Quizá una precondición para explorar una solución constituyente podría ser que la propia Cataluña lo pidiera cosa que, ya digo, hoy no sucede. Salvo el PSC y ciertas voces que no parecen mayoritarias en la sociedad civil, nadie en Cataluña parece apostar por esa vía. Tampoco está claro qué se pediría de Cataluña a cambio esa reforma. Igual suena algo grosera la expresión “a cambio de”, pero es que un quid pro quo es la misma esencia de un pacto. Intuyo que el PSC y compañía se conforman con paz, es decir, con que Cataluña, acomodada, se reconozca pacíficamente española. Situación que se asemeja mucho a esas negociaciones internacionales en las que una parte, como premio a sus esfuerzos, obtiene de la otra su propio reconocimiento, es decir, el resultado y objetivo de la negociación para una parte es lo que debería ser una premisa: que dicha parte existe. Sé que suena exótico eso de “pedir” algo a Cataluña, toda vez que la premisa básica del ejercicio es que a Cataluña hay que “darle” cosas –algo que, a buen seguro, tendrá que ser así, por el mismo principio; quien nada está dispuesto a dar, malamente puede afirmar que negocia-, pero creo, y no soy el único, que las cosas podrían y quizá deberían plantearse en términos más equilibrados. En todo caso, por muchas vueltas que se le hayan dado, en absoluto puede afirmarse, creo, que la cuestión esté suficientemente clara como para que se pueda dar por hecho que el mejor tratamiento es una reforma constitucional; eso debería ser la conclusión y no la premisa.

La última de mis razones en orden pero ni mucho menos en importancia es que me inspira pavor la perspectiva de ver una norma como la Constitución tocada por las manos de una clase política tan intelectualmente indigente como la que tenemos. Incluso si viene asesorada por representantes de nuestra menesterosa universidad y por otros “juristas de reconocido prestigio” al uso. Si la propuesta parte del PSOE, un partido que banaliza absolutamente todo lo que toca, la inquietud es máxima. Creo que era Jiménez de Parga –no sé si de ciencia propia o citando a algún otro autor- quien decía que a la constitución hay que aproximarse siempre con cautela y mano temblorosa, movido por un cierto temor reverencial. Por supuesto que una constitución no es más que un texto jurídico, pero si hay algo que, en el orden cívico, pueda adjetivarse de “sagrado” es un texto constitucional. Al fin y al cabo, una constitución es el cimiento de un ordenamiento; nada puede ser más dañino que el error, la frivolidad o la solución apresurada salvo quizá la intención torcida –muy propia de quienes nos gobiernan y quienes, se supone que lealmente, se les oponen-. Si el texto ha de reformarse, uno desearía que acometieran la empresa hombres y mujeres sabios, cabales, con profundos conocimientos jurídicos y cultura suficiente, algo que, precisamente, no abunda entre nuestra cansina, basta, inculta y mediocre clase política y sus adláteres. Ojalá me equivoque, pero resulta difícil confiar en el éxito de un empeño semejante cuando se acomete por quienes, cada vez que abren la boca, ofenden al idioma y a la inteligencia a partes iguales. Da miedo, mucho miedo.

 
Coda: releo el artículo que, sobre este mismo tema (aquí) publiqué hace casi un año y veo que digo prácticamente lo mismo, lo que puede ser síntoma de mis pocos recursos aunque también de lo poco que, en el fondo, cambian las cosas.
 

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