La diferencia respecto a otros años la marca
el PSOE: por vez primera, el principal partido de la oposición no solo se
declara abiertamente partidario de la reforma constitucional en abstracto sino
que cuenta con un proyecto en concreto, que está dispuesto a tratar con los
demás grupos políticos. El PP, por su parte, parece negarse rotundamente,
imagino que con sus razones que, como es habitual, se niega a exponer,
prefiriendo, como es ya su consolidada costumbre, ofender la inteligencia de
sus votantes con el recurso a frases hechas y lugares comunes.
La opinión publicada, al menos la de Madrid,
parece partidaria del cambio. Me resulta más difícil interpretar la posición de
la de Barcelona, que no sé si está en esta clave o en otras distintas. Incluso
quienes reconocen que, por sí, una reforma de la Constitución no tiene por qué traer consigo las soluciones
a los problemas que nos aquejan parecen encontrar en el proceso constituyente,
por el mero hecho de ser, virtudes terapéuticas. En parecidos términos a los
que se emplearon para alabar el proceso sucesorio que llevó al trono a Felipe
VI, se habla de la capacidad de generar “ilusión”, “sensación” de movimiento,
etc. No es que los promotores del cambio hayan perdido la cabeza y desconozcan
que este tiene riesgos sino que creen que la perpetuación del actual estado de
cosas tiene más riesgos todavía. Y puede que tengan razón, claro.
Creo que nadie con sentido común puede desconocer que la Constitución del 78, siendo, con diferencia, el mejor instrumento de organización jurídico-institucional con el que España ha contado nunca, adolece de defectos, unos más graves que otros. Algunos de esos defectos proceden de su propio diseño; otros, sencillamente, han resultado ser tales por la evolución de las cosas. Quizá es más justo decir que la Constitución presenta determinadas deficiencias técnicas en algunos aspectos y que ha quedado desactualizada en otros. Y claro que hay, también, algo más que un poco de verdad en la idea de que conviene, periódicamente, renovar el pacto constituyente haciendo participar de él a las generaciones que, por edad, no pudieron incorporarse al mismo en su día. Existe, además, una razón quizá más técnica pero no por ello menos importante que aconseja la adaptación periódica: que no se modifique la constitución formal no implica que no mute la constitución material, que puede hacerlo por diferentes vías; es el caso de España. El entramado normativo que llamamos “constitución” en un sentido material –que está integrado por las disposiciones que conforman el llamado “bloque de la constitucionalidad” y por un conjunto amplio y difuso de normas, actos y costumbres- ha cambiado en España a ojos vista en estos casi cuarenta años y es evidente que no siempre lo ha hecho de modo ordenado ni coherente. Si la constitución formal no se adapta, si deja de recoger en su seno por lo menos la parte fundamental de la constitución material se corre un riesgo de falta de normatividad de la norma suprema y eso es peligroso.
Dicho todo lo anterior, personalmente tengo,
al menos, cuatro reservas que me hacen temer tanto o más que desear una reforma
y que me llevan a compartir la prudencia del Gobierno (siendo generosos, vamos
a poner que lo del Gobierno sea prudencia).
La primera es que no creo en los poderes
taumatúrgicos de la ley, de ninguna ley, la constitución incluida. Pensar que
el cambio constitucional hará desaparecer como por ensalmo ciertos defectos de
nuestro sistema institucional es ilusorio. No niego que determinados mecanismos
puedan mejorarse pero hay cosas que ni dependen ni dependerán nunca de las
leyes. Y la reforma de las leyes puede ofrecer a los responsables políticos la
excusa perfecta para no hacer reformas en otros campos o, simplemente, para no
afrontar la responsabilidad que ya les compete bajo la ley vigente. En
realidad, la reforma primordial que necesita España para gozar de un mejor
clima institucional no consiste en mejorar los resortes del Estado sino en
retirarlo de múltiples ámbitos de la vida colectiva. Necesitamos menos Estado y
eso, por razones obvias, no se consigue con leyes sino con valientes decisiones
políticas.
La segunda de mis razones tiene que ver con la
idea del proceso en sí como catalizador, como algo ilusionante. Es verdad que
la misma idea de “proceso constituyente” conlleva la de “oportunidad”. Una
reforma constitucional nos hace sentirnos un poco adanes, claro. Pero un
proceso así, especialmente cuando no se dispone de un planteamiento previo
encierra también numerosos peligros. Lo advertían ayer mismo en El País Mario
Vargas Llosa y Cayetana Álvarez de Toledo: algunos, especialmente los
liberales, tuvieron que tragarse más de un sapo, en aras del consenso, para
parir el texto del 78. Esto a menudo se olvida. Izquierdas, nacionalismos
regionales, derecha conservadora claman contra la constitución, la desprecian,
algunos la denuncian como impuesta. Se permiten el lujo de denostarla. Al
parecer, se presume que a quienes no lo hacemos nos encanta, nos parece un
texto perfecto. Esto, ya digo, a menudo se olvida. Los nuevos revisionismos
tienden a pintar la Constitución como una imposición de unos sobre otros: del
españolismo sobre el regionalismo, de la derecha sobre la izquierda. Por
eso, a quienes ahora claman por su
reapertura ni se les pasa por la cabeza que haya quien quiera revisar el
consenso en su integridad. A menudo se cita como ejemplo, cómo no, la cuestión
territorial. Un porcentaje no despreciable de españoles creen que irían mejor
servidos con un estado unitario; sin embargo, esos españoles son
sistemáticamente ignorados y su opinión tenida por inexistente. Esos españoles
tienen motivos para temer que cualquier reforma no solo no acerque la
constitución a sus deseos sino que, al contrario, la aleje más todavía. Así, la
propia idea de que el proceso pueda abrirse no solo no resulta ilusionante para
algunos sino hondamente preocupante: se va querer, probablemente, revisar un
consenso pero no en su totalidad, ni mucho menos; determinadas partes que
concedieron no podrán recuperar nada de lo concedido y, muy al contrario,
tendrán que conceder más aún. Confieso que me encuentro en ese grupo. Tengo
razones para temer que cualquier reforma de la Constitución no solo no la hará
más afín a los postulados liberales sino que más bien será al revés.
Y esto liga con la tercera razón: Cataluña. Convengo
con las opiniones que dicen que cuestión catalana y reforma constitucional
deberían separarse. Esto no implica negar, en absoluto, que una reforma
constitucional pueda formar parte de una solución a la cuestión de Cataluña o
incluso ser esa solución en sí misma. El problema es que hoy por hoy, dado el
tono y el tenor de las reivindicaciones del nacionalismo catalán, nada indica
que ello pueda ser así. Casi todos convenimos en que el Título VIII, diseñado
esencialmente para resolver los problemas vasco y catalán, ha dado de sí muchas cosas, unas mejores y
otras peores pero, desde luego, no ha resuelto esos problemas y, más bien, ha
creado otros cuantos. Una reforma constitucional en respuesta al desafío que
viene de Cataluña podría incurrir en el mismo error. Podría no resolver y ni
siquiera paliar el problema catalán e inducir múltiples otros problemas en el
resto del territorio. Quizá una precondición para explorar una solución
constituyente podría ser que la propia Cataluña lo pidiera cosa que, ya digo,
hoy no sucede. Salvo el PSC y ciertas voces que no parecen mayoritarias en la
sociedad civil, nadie en Cataluña parece apostar por esa vía. Tampoco está
claro qué se pediría de Cataluña a cambio esa reforma. Igual suena algo grosera
la expresión “a cambio de”, pero es que un quid pro quo es la misma esencia de
un pacto. Intuyo que el PSC y compañía se conforman con paz, es decir, con que
Cataluña, acomodada, se reconozca pacíficamente española. Situación que se
asemeja mucho a esas negociaciones internacionales en las que una parte, como
premio a sus esfuerzos, obtiene de la otra su propio reconocimiento, es decir,
el resultado y objetivo de la negociación para una parte es lo que debería ser
una premisa: que dicha parte existe. Sé que suena exótico eso de “pedir” algo a
Cataluña, toda vez que la premisa básica del ejercicio es que a Cataluña hay
que “darle” cosas –algo que, a buen seguro, tendrá que ser así, por el mismo
principio; quien nada está dispuesto a dar, malamente puede afirmar que
negocia-, pero creo, y no soy el único, que las cosas podrían y quizá deberían
plantearse en términos más equilibrados. En todo caso, por muchas vueltas que
se le hayan dado, en absoluto puede afirmarse, creo, que la cuestión esté
suficientemente clara como para que se pueda dar por hecho que el mejor
tratamiento es una reforma constitucional; eso debería ser la conclusión y no
la premisa.
La última de mis razones en orden pero ni
mucho menos en importancia es que me inspira pavor la perspectiva de ver una
norma como la Constitución tocada por las manos de una clase política tan
intelectualmente indigente como la que tenemos. Incluso si viene asesorada por
representantes de nuestra menesterosa universidad y por otros “juristas de
reconocido prestigio” al uso. Si la propuesta parte del PSOE, un partido que
banaliza absolutamente todo lo que toca, la inquietud es máxima. Creo que era
Jiménez de Parga –no sé si de ciencia propia o citando a algún otro autor-
quien decía que a la constitución hay que aproximarse siempre con cautela y
mano temblorosa, movido por un cierto temor reverencial. Por supuesto que una
constitución no es más que un texto jurídico, pero si hay algo que, en el orden
cívico, pueda adjetivarse de “sagrado” es un texto constitucional. Al fin y al
cabo, una constitución es el cimiento de un ordenamiento; nada puede ser más
dañino que el error, la frivolidad o la solución apresurada salvo quizá la
intención torcida –muy propia de quienes nos gobiernan y quienes, se supone que
lealmente, se les oponen-. Si el texto ha de reformarse, uno desearía que
acometieran la empresa hombres y mujeres sabios, cabales, con profundos
conocimientos jurídicos y cultura suficiente, algo que, precisamente, no abunda
entre nuestra cansina, basta, inculta y mediocre clase política y sus
adláteres. Ojalá me equivoque, pero resulta difícil confiar en el éxito de un
empeño semejante cuando se acomete por quienes, cada vez que abren la boca,
ofenden al idioma y a la inteligencia a partes iguales. Da miedo, mucho miedo.
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