Interesante, y contundente, la opinión de David
Felipe Arranz (aquí)
sobre la reciente edición del Quijote para jóvenes, patrocinada por la
Academia, a cargo de Arturo Pérez-Reverte. El trabajo, presentado hace unos
días y, creo, de mayoritaria aceptación, intenta acercar la obra de Cervantes a
la juventud. No he leído la versión pero, según me pareció entender al propio
Pérez-Reverte en alguna entrevista, en absoluto se trata de un “Quijote corregido” sino más bien de un “Quijote
abreviado”. No es que se haya adaptado el lenguaje cervantino –no más allá,
supongo, de lo que se hace en otras ediciones contemporáneas- sino que se han
suprimido buen número de pasajes interpolados, como los cuentos, que se apartan
de lo que podemos considerar la acción principal: las aventuras y desventuras
del Caballero de la Triste Figura y su sin par escudero.
A Arranz, esto le parece “una vergüenza”. En
su opinión, el Quijote está escrito en un castellano –cervantino, nunca mejor
dicho- perfectamente asequible y, por tanto, ejercicios como el del académico y
novelista no hacen sino abundar en lo que, al fin y al cabo, no es más que una
política que impulsa un retroceso cultural. Arranz une iniciativas como esta –lo
que tilda de versiones “light”- al proceso de deterioro en la enseñanza de la
literatura, en el que sería un hito la desaparición de las lecturas
obligatorias. El Quijote tal cual hace ya mucho que no figura entre aquello que
nuestros jóvenes escolares debían leer sí o sí, pero parece que otros clásicos
han seguido la misma suerte. No sé si ocurre algo similar en otros países; me
cuesta creer que un italiano pueda acabar la secundaria sin haber leído “Los
Novios” pero, ciertamente, la exigencia del currículo francés de literatura ha
bajado bastante, por lo que me dicen.
Conviene matizar que, según creo, no se
acomete la adaptación del Quijote porque se considere difícil –que imagino que
también- sino, sobre todo, porque los jóvenes lo encuentran, y los adultos lo
corroboran, aburrido. Y quien dice el Quijote dice casi todo lo
anterior a Harry Potter, me temo. No sé si la versión abreviada correrá mejor
suerte, pero parece muy irrealista pretender que alguien con muy pocas o casi
ninguna lectura a las espaldas, digamos a los quince años, acometa el Quijote
con disfrute. A esa edad, si no se dispone ya de las herramientas de acceso a
la cultura superior, concretadas en un hábito de lectura consolidado, dar el
salto se antoja complejo.
Como se ha subrayado múltiples veces –la última,
por Vargas Llosa en su Civilización del Espectáculo- el disfrute del
arte y la cultura (y habría que empezar por matizar qué ha de entenderse por “disfrute”)
que conforman el gran legado occidental requiere ciertas convenciones
consolidadas de relación con la obra. El espectador, o lector, debe poner algo
de su parte, algo que debe residir en su propio acervo y que se habrá adquirido
necesariamente con esfuerzo y práctica. Es muy difícil, pongamos por caso, que
quien solo está hecho a la posición pasiva propia del televidente, quien se ha
criado exclusivamente en el visionado de imágenes que ya lo dan todo, entre en
la convención propia del teatro o de la novela.
Se dice a menudo que nuestros jóvenes rehúyen
el esfuerzo. Esto es solo parcialmente cierto. Lo que no parecen tolerar
nuestros jóvenes es el aburrimiento, el esfuerzo carente de toda recompensa inmediata.
En esto, por supuesto, no es que sean muy distintos de quienes les precedieron,
es solo que la tolerancia de la sociedad hacia este modo de entender las cosas
es superior. Se dice también que la supresión de todas esas aburridas lecturas
obligatorias obedece a un propósito práctico: al menos aseguramos que no las
aborrezcan y no les impedimos que, en el futuro, puedan cambiar de criterio. Lo
que no termino de entender es cómo se espera que ese cambio de criterio pueda
producirse. ¿Se caerán como Saulo en el camino de Damasco y, un buen día,
descubrirán fascinados Los Miserables o La Familia de León Roch?
Arranz tiene buena parte de razón. La renuncia
al Quijote entero tiene un aire de aceptación de la derrota. Su presentación
editorial es algo así como la celebración de la resignación. Su alternativa
sería, supongo, reintroducir el Quijote y otras lecturas obligatorias, tal
cual, en el currículo. Tiendo a estar de acuerdo, pero también temo que eso no
va a suceder. Hay que asumir que el precio por la extensión de la educación –cosa
valiosa, por supuesto- es un deterioro, probablemente irreversible, de su
calidad, al menos en lo que a humanidades se refiere. Hay que asumir que un
Quijote abreviado es el único Quijote que muchos hispanohablantes van a llegar
a conocer. Y eso es mejor que nada.
El afán de erudición ha muerto o, al menos, no
se encuentra en los sistemas educativos occidentales ni es previsible que
retorne, si es que ha estado ahí alguna vez. La cultura, para la mayoría, es y
seguirá siendo espectáculo. Parece más realista centrarse en que, al menos, ese
espectáculo sea de una mínima calidad. La generación de las videoconsolas no va
a leer el Quijote, convenzámonos. No, en un mundo que detesta el saber por el
saber, que necesita un fin utilitario inmediato para todo. Al menos, que sepan
de las andanzas del caballero, en los ratos que les queden. Es magro consuelo,
pero es consuelo al fin y al cabo. Hubo un tiempo en que el Quijote –su
contenido, sus pasajes- formaba parte de la enciclopedia del español culto; era
conocimiento común, del mismo modo en que, entre los ingleses formados, se
podía uno referir a las obras de Shakespeare como a los libros de la Biblia
(existían abreviaturas de los títulos, de uso tan corriente como las de los
libros bíblicos, en efecto). Pero ese tiempo pasó para no volver. El riesgo es
ahora que las figuras de don Quijote y Sancho; sus perfiles, que son algo así
como el símbolo universal de la lengua española, se vuelvan irreconocibles para
los jóvenes del país en el que fueron concebidos. Eso, creo, es lo que Pérez
Reverte y compañía quieren evitar. Hacen lo que pueden, que probablemente no es
del todo lo que les gustaría.
Yo estoy con ellos. Por lo demás, me doy por
vencido.
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