miércoles, 3 de diciembre de 2014

DE ESPALDAS A LA RONDA DE NOCHE


Contemplen esta foto que acompaña a un tuit. Como toda instantánea, puede que sea engañosa. Puede que los chicos hayan atendido a las explicaciones del guía o del profesor que les haya presentado la obra y, tras contemplarla, estén distraídos, con sus móviles. Pero lo que se ve es aterrador. El cuadro del fondo, sí, es “La Ronda de Noche”, una de las obras maestras de Rembrandt, uno de esos cuadros inconfundibles. Puesto que es “La Ronda de Noche”, hay que concluir que la foto se tomó en su casa habitual, el Rijksmuseum o puede, también, que fuera en algún otro lugar donde estuviera temporalmente expuesta en préstamo. Los chicos y chicas de la fotografía –yo diría que tienen entre doce y quince años, probablemente son de la misma clase o en todo caso han ido en grupo- están concentrados en sus móviles. No miran el cuadro. Es como si no estuviera. El desdén es absoluto. Ni uno, ni uno solo parece sentirse atraído, capturado por la magia de uno de los cuadros más bellos y más famosos nada menos que de Rembrandt. Las tres chicas en primer plano parecen compartir alguna imagen o curiosidad en el teléfono. Si no fuera por eso, los miembros del grupo tampoco parecerían interactuar entre sí. No se hablan, no se miran, no bromean, no hacen chascarrillos.

Es patético.

Supongo que los campeones de la educación en aptitudes podrán sentirse orgullosos y estar contentos. Parece evidente que los chicos de la foto se desenvuelven muy bien con la tecnología. Y es también evidente que en internet hay profusa información sobre “La Ronda de Noche”, sobre Rembrandt, sobre el Rijksmuseum, sobre Ámsterdam y sobre muchas cosas. Es evidente, por tanto, que cuando los chicos quieran saber algo del asunto, tendrán todos los recursos a su alcance y, acreditadamente, la destreza que se precisa para explotarlos. No tengo ningún motivo para afirmar ni para creer que su falta de interés en la obra que cuelga de la pared a sus espaldas vaya a impedirles, en el futuro, ser excelentes técnicos en cualquier materia. Personas productivas, mucho mejor preparadas que sus padres, supongo. Sí me permito dudar que vayan a ser competentes ciudadanos. Pero lo que más duele es ver cómo a estos chicos les están robando.

 
“La Ronda de Noche” es un cuadro. Verlo, en un sentido inmediato, requiere unos pocos segundos. Es posible, casi seguro, que los chicos lo hayan visto. Es muy probable que ni siquiera pudieran evitarlo. Es un cuadro de gran formato. Entraran por donde entraran a la sala –casi seguro que al entrar iban mirando al móvil, pero en algún momento levantarían la vista, supongo, para hacerse un retrato, para no tropezar o, menos probablemente, para hablar con algún compañero- tuvieron que verlo.

Mirar “La Ronda de Noche” es una operación intelectual mucho más compleja. Mirar el cuadro con pleno aprovechamiento –haciendo de ello una experiencia estética- exige unos ciertos conocimientos previos. Paradójicamente, para mirarlo bien hay que haberlo visto antes, en fotografías, en libros, en catálogos… fuentes que informan sobre el cuadro, sobre Rembrandt, sobre la pintura en general. Solo desde ese previo acopio es posible mirar, ver y gozar. En ausencia de todos esos pasos anteriores, un museo no se distingue demasiado de un almacén.

La mayor parte de los conocimientos necesarios para mirar correctamente “La Ronda de Noche” pertenecen al campo de las “listas de ríos”, es decir, son conocimientos –no aptitudes: para educar el gusto y disponer de un mínimo criterio cultural no se exige emular a Rembrandt ni saber pintar en absoluto-, datos, nociones puras y duras sin ninguna aplicación práctica inmediata. No sé si se puede ser mejor ingeniero disponiendo de esos conocimientos, sí creo que se puede ser mejor médico o abogado, pero en ningún caso la relación entre los conocimientos y la mejora es obvia ni directa. En otras palabras, aquello que haría que los chicos se sintieran atraídos por “La Ronda de Noche”, que no pudieran apartar la vista del cuadro, forma parte del ámbito de lo suprimible, de lo inútil y, por tanto, de aquello que, si no ha salido ya de los currículos, lo hará pronto.

Ya digo que esto me parece un robo. Un robo cruel. Las teóricas generaciones mejor preparadas que, desde cierto punto de vista, sin duda lo son, están siendo privadas del acceso a la cultura superior, no sé hasta qué punto de modo intencionado o simplemente como consecuencia de unos métodos pedagógicos para los que nadie propone una enmienda seria. Y esto es grave, muy grave. En primera instancia, por supuesto, a una escala puramente individual: las nuevas generaciones afrontan un empobrecimiento espiritual del que son responsables, por supuesto, las que las precedieron. Las mismas personas que se responsabilizaron de vestirlos, alimentarlos y enseñarles a manejar con destreza aparatos electrónicos debieron, deben, proveer a esos adolescentes los medios para disfrutar de la contemplación de “La Ronda de Noche”. Al menos, darles la oportunidad. Es muy grave también, claro, a escala social. La cultura, la cultura superior –no hay que ir muy lejos en la definición: me estoy refiriendo al arte y las disciplinas humanísticas en sus grandes tradiciones, conforme a los cánones que todos tenemos en mente y que, por mucho que el término se haya malbaratado, aún nos vienen a la cabeza cuando oímos hablar de “cultura”- es básica en la formación del espíritu crítico. En su ausencia, no hay debate riguroso posible, no hay democracia avanzada posible.

Una generación que no puede acceder a las grandes obras del pensamiento y del arte, que, parafraseando a Vargas-Llosa, no puede ir más allá de una cultura (y una civilización) del espectáculo está condenada a vivir una democracia del espectáculo también.

 

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