lunes, 2 de mayo de 2011

¿Algo que decir a los parados?

La muerte de Osama Bin Laden a manos de sus perseguidores americanos, la inauguración de la Feria de Abril, el enésimo Real Madrid-Barcelona (o viceversa, según toque), o las cosas de los flamantes duques de Cambridge van ocupando portadas físicas y electrónicas, relegando progresivamente al segundo plano la catarata de noticias del viernes pasado. En realidad, hitos como el del viernes –la publicación de los datos del paro- o, en general, las citas que jalonan el calendario estadístico, que es como el litúrgico, pero en lúgubre, parece, traen al mundo de lo noticioso lo que, en realidad, es una no-noticia: el calamitoso estado de la economía española. Y es una no-noticia porque, en realidad, se trata de algo estructural, un panorama, un trasfondo.

Ojalá los datos del paro fueran, rigurosamente, una noticia. La noticia está, si acaso, en las oscilaciones de la cifra, de vez en cuando a la baja, casi siempre al alza. Lo no noticioso, lo que nos acompaña permanentemente, es el tremendo bloque sobre el que se construye el último número. Una masa dramática, sea de cinco millones, de cuatro y medio o de cinco y medio. Un bloque compacto que se hace como una montaña. Como en el mito de Sísifo, los españoles volvemos a ver, cada día, una tremenda pared que es necesario volver a demoler. Igual que veinte años atrás.

Ante esto, resulta patético ver cómo el gobierno no intenta sino buscar su autoexculpación. Este es un debate viejo. ¿Tiene el gobierno la “culpa” del paro? ¿Tiene el gobierno la culpa de la crisis económica? ¿Tiene, más en general, el gobierno, arte y parte en las cosas de la economía? No, el gobierno –el gobierno de Zapatero- no tiene la culpa de la crisis económica, o no la tiene en solitario. No es, ciertamente, culpable este gobierno, ni ningún gobierno español, de la crisis financiera internacional. Sí es culpable, me temo, por inacción, de buena parte de las razones que han hecho que la versión local de esa crisis financiera internacional –invocada como mantra excusatorio, de modo recurrente- haya sido mucho más devastadora, al combinarse con características particulares del sistema productivo patrio; pero es verdad que, en esto, el gobierno Zapatero no está solo, sino en compañía de otros, menos responsables que aquel, probablemente pero que, al menos, le alivian la carga.

El gobierno sí es culpable, y culpable en exclusiva, de una gestión que cabe calificar de nefasta, y cuyos pocos elementos positivos vienen casi únicamente en forma de actos debidos, por presiones extranjeras. Que un gobierno con casi ocho años de ejercicio, tras tres de bregar con una crisis económica apele a su inocencia –algo así como si, tras años de incompetencia supina en apagar fuegos, transformado un grave incendio en un apocalipsis, se alegara que la brigada de bomberos no arrojó la colilla maldita- de modo tan infantil supone cotas de desvergüenza dignas de mención en un país donde las cotas ya están muy altas y el escándalo se vende caro.

El debate es, además, ridículo. El gobierno, el que haya, pasados los cien días de rigor, es culpable de fracasos y tiene derecho a patrimonializar los éxitos –tal como hizo, por cierto, e hizo bien, un Zapatero recién llegado que no repudió, precisamente, la herencia económica de sus predecesores-.

Luego está, claro, el trabajo –este más que patético, un tanto repulsivo- complementario de las brigadas de limpieza ideológica. Los fabricantes de consignas, algo menos groseras que las empleadas directamente por el político de turno, a veces, hasta con pretensiones intelectuales, se encargan, de intentar convencer a los convencidos, por este orden: (i) de que la cosa no es tan grave (por ejemplo: teoría de los “brotes verdes”), (ii) de que la realidad no es como la pintan (por ejemplo: referencia recurrente a la economía sumergida y a que muchos parados, en realidad, trabajan –prueba del nueve “si el paro fuera cierto, habría revueltas”-) y (iii) admitido que la realidad es así, o más o menos así, y que es grave, incluso concediendo que los del partido propio son responsables, “los del partido ajeno nunca lo harían mejor”.El único efecto que el gobierno, sus voceros y su pesebre, temen de la crisis económica es el, aparentemente, más lógico: que el pueblo soberano, convocado al efecto –lo más tarde posible- dé un mandato a otros gestores (si los encuentra, que esto es otro debate). Y tiene sentido, por supuesto, que unos cuantos no quieran que la montaña de empleos perdidos se corone con los suyos.

Tiene sentido que los políticos se enreden en el juego de regate corto porque, me temo, hay poco de sustancial que anunciar a los españoles. Y hay muy poco, porque poco es lo que se está haciendo de real, de tangible, para que vuelva a haber crecimiento y, por tanto, empleo.

Conviene no llevarse a engaño. En el contexto de una unión monetaria, no siendo posible, por tanto, el recurso habitual a la devaluación, completando otro “ciclo típico” de la economía española, era de prever que nuestro país afrontara un grave ajuste, evidentemente, con variables reales, es decir, con empleo. Sin echar las campanas al vuelo, es decir, sin creer que, en un suspiro, era posible volver al país de jauja, un tanto ficticio, de los años dorados, era posible acortar los padecimientos con una política sensata de reforma del sistema financiero y una contención del déficit público, medidas ambas encaminadas a lograr estabilidad financiera, macro y macroeconómica, y reactivación del crédito.

La economía española sufre males estructurales, que no tendrán remedio en el corto ni en el medio plazo –y cuyo remedio en el largo requiere de la adopción inmediata de medidas muy importantes en los campos educativo, energético, laboral y de las administraciones públicas-, pero también padece un colapso temporal, o no, de sus circuitos básicos de funcionamiento.

No, no es verdad, probablemente, que la reanudación de las operaciones bancarias con normalidad y la superación de los temores con respecto a nuestras finanzas públicas, nos lleven, por sí, a una senda de crecimiento, además virtuoso y, por tanto, cierren este tremendo capítulo. Pero, al menos, creo que lograrían parar la hemorragia. Que no perdamos más puestos de trabajo que los que, por desgracia, hemos de perder. Es magro consuelo, lo sé. Pero no estamos logrando, hoy por hoy, ni merecer ese alivio.

¿Quién les dice esto a los parados?

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