domingo, 15 de mayo de 2011

El poder simbólico del euro

Que el euro no era ni es, técnicamente, una buena idea no debería ser ningún secreto para nadie. Que la Unión Europea, entonces de quince miembros –mucho menos con veintisiete- no es una “zona monetaria óptima” fue puesto de manifiesto en su día, a primeros de los noventa, por economistas prestigiosos, europeos y americanos. Sin embargo, no solo se decidió seguir adelante sino que, de hecho, el euro es la moneda de la Unión Europea, adoptar y usar el euro es la situación “natural” de los Estados miembros conforme a los Tratados. El empleo de las viejas monedas nacionales debía considerarse una situación transitoria.

¿Por qué ese empeño en adoptar una herramienta de política monetaria que, a las pruebas me remito, podía convertirse, en ausencia de otros elementos que ni estaban ni se esperaban –una convergencia efectiva de políticas económicas, especialmente las fiscales- en fuente de disgustos? Sencillamente, porque el euro es, con mucho, uno de los mayores activos políticos de nuestra Unión. Un fortísimo signo de identidad. El euro pertenece tanto, o más, al capítulo político de la historia de la integración que al capítulo económico. Nada, salvo el hoy cuestionado Tratado de Schengen, ha hecho más porque los europeos puedan percibirse a sí mismos, si no como un colectivo homogéneo, sí como una familia íntimamente relacionada.

Para los países de la periferia, y desde luego para España, es decir, para aquellos países que, fríamente, quizá hubieran debido desear menos la adopción de una moneda que les privaba de algunas de sus herramientas clásicas de política económica –y, por supuesto, de su herramienta por antonomasia: la devaluación competitiva- el acceso al euro se erigió en la verdadera prueba del nueve de la europeidad, de la modernidad y, por tanto, de la salida de la marginalidad. En el muy especial caso español, la llegada a tiempo al momento fundacional de la moneda única tuvo unos innegables efectos benéficos en términos de autoestima. Hay quien, de hecho, arguye que benéficos hasta el punto del hacernos perder el oremus. Y sí, ciertamente, debimos pensar mejor que llegar no lo es todo, que lo importante es mantenerse. El demarraje necesario para llegar al corte inicial nos hizo, quizá, perder un tanto la cabeza. Debió haber, hubo, seguro, algo de ese complejo de inferioridad patrio, que nos lleva a aceptar sin mucha reflexión todo lo que viene de allende el Pirineo para que no se detectaran en nuestro país, ni siquiera en dosis homeopáticas, voces contrarias a la adopción de la moneda común.

¿Es posible salir del euro? La pregunta está, en estos días, en el aire respecto a Grecia. Pero, siquiera desde una perspectiva teórica, podría valer con respecto a España. La respuesta en términos jurídicos es, creo, afirmativa, aunque se trate de una operación rodeada de muchas incertidumbres desde todos los puntos de vista, empezando por los más pedestres desde el punto de vista logístico. Posible, ya digo, probablemente, es. ¿Por qué, entonces, se afronta como un tabú, como un drama?

Si la pertenencia al euro fuera una cuestión meramente económica, estaríamos ante una cuestión que podría resolverse con un cálculo. La perspectiva de abandonar la moneda única no sería nunca halagüeña porque, evidentemente, la salida se produciría en un contexto difícil. La adopción de una divisa propia dañaría el crédito, seguro, y tendría por fin poder recuperar, siquiera como alivio transitorio, esas “malas artes” de la devaluación. Mal escenario, probablemente, pero peor lo es el mantenimiento, año tras año, de ajustes draconianos y, sobre todo, la desesperanza de una población que ve cómo se empobrece día tras día. Los economistas serios y rigurosos dicen, con razón, que las devaluaciones siempre fueron pan para hoy y hambre para mañana, que lo que hay que hacer es restablecer, o crear si nunca se tuvo, la competitividad por medios ortodoxos. Pero la ortodoxia es, a menudo, poco compatible con las urgencias. Un cálculo difícil, pero cálculo al fin y al cabo.

El temor reverencial a plantear siquiera la cuestión –aunque solo sea para descartarla con argumentos racionales- obedece, me temo, al efecto político perverso que tendría la salida, simétrico al efecto positivo de la entrada. Aquellos que, en su caso, salieran forzados por las circunstancias, se encontrarían, de nuevo, arrojados al limbo de la periferia, al bloque de los países de segunda del que, pensarán, nunca debieron salir. Ese es, quizá, el coste fundamental del planteamiento. Un coste difícilmente mensurable.

A los españoles, el euro es lo que nos separa de 1996. Por tanto, el día en que se hiciera efectiva la salida, amanecería hace cerca de veinte años. Mientras el euro circule, habrá un cordón umbilical que nos ligue a la aventura que ha sido esta algo más que década prodigiosa. Los años en que estuvimos a punto de conseguirlo. En los cerca de cuatro años que lleva dizque gestionando la crisis económica, el gobierno de Zapatero ha conseguido crear, al menos en los que tenemos una cierta memoria, un aire de déja vu. Los diarios y los economistas de cabecera tratando de convencernos de que nuestros problemas “son estructurales”, la inflación resistiéndose a bajar, el paro en cifras estratosféricas –eso sí, con mucha gente “en la economía sumergida”, en fin, ese aire de que en España las cosas “pasan” y no tienen solución. El poder simbólico de la moneda única nos recuerda –ahora que solo falta tener que volver a enseñar el pasaporte en Hendaya o en Villarreal de San Antonio- , sin embargo, que no ha sido todo en vano. Que seguimos formando parte de un cierto núcleo de países al que nos aferramos.

No sé cómo lo verán los griegos. Igual asocian la moneda común a un formidable engaño –perpetrado, por cierto, por algunos de sus gobernantes-. No es una buena idea. No es una moneda bien construida. Pero nos separa de un pasado que nos acosa.

1 comentario:

  1. A ver si lo entiendo: con o sin euro, es decir, con o sin la salsa devaluatoria, el potaje será igual de alimenticio, aunque las primeras cucharadas nos puedan saber algo más ricas. Como decías en otro post, sólo sí relamente empezamos a echar sanos alimentos a la marmita (un nuevo sistema educativo, reformas laborales, cambio de algunos valores - éste último lo echo yo -) con el tiempo iremos creciendo sanos y fuertes. Si esto es así, y más allá de lo enriquecedora que pueda ser la reflexión intelectual, ¿para qué plantear esa vuelta a la anciana peseta?.

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