domingo, 22 de mayo de 2011

El (ausente) debate territorial

Cuando esto se publique, los españoles estarán votando para elegir a sus concejales y, algunos, además, a sus diputados autonómicos. Tras la correspondiente liturgia, vendrá el conteo, siempre emocionante, y, a partir de mañana, esa especie de segunda vuelta, ya sin participación ciudadana –y en la que, tengo la sensación, a veces no participan ni siquiera los propios electos- que dictará cómo se distribuye el poder efectivo que hay en juego.

Nosotros no elegimos alcaldes ni presidentes autonómicos, como tampoco elegimos presidentes del Gobierno de la Nación. El sistema es parlamentario en todos sus niveles, al menos de iure. Cuestión diferente es si deberíamos elegir directamente esos cargos o algunos de ellos. Porque el sistema no es, hace ya tiempo, parlamentario de facto, sino netamente presidencialista o, si se prefiere, articulado de hecho, también en todos sus niveles, en torno al ejecutivo. Esto requeriría matices y precisiones, pero ésta es, sin duda, una de las grandes disfunciones de nuestro sistema político, que debería ser corregida. Pero este es tema para otra ocasión.

Se dice, con razón, que incluso antes de la irrupción en escena de los “indignados”, la campaña electoral discurría en clave claramente nacional. Es muy probable que las particulares circunstancias que atraviesa el país hagan de cualquier cita electoral la ocasión óptima para centrarse en el debate que ahora importa, pero, independientemente de que sea o no adecuado u oportuno esta vez, el que los comicios infraestatales, al menos aquellos que no ocurren, o no pueden ocurrir, perfectamente aislados de cualquier otra elección (como es el caso de las elecciones autonómicas en Cataluña, Galicia y el País Vasco y podría ser el andaluz, sino fuera porque es ya tradición que los presidentes de la Junta nunca se arriesguen a quedarse solos en el centro de la plaza) se ventilen en clave nacional es muy habitual, algo casi tradicional en nuestra democracia. Sin traer en causa, por anacrónico y excepcional, el cómo las elecciones municipales de abril del 31 se convirtieron en un plebiscito sobre la monarquía (mejor dicho, los resultados se leyeron de ese modo, porque no creo que fuera ese el planteamiento ex ante), no recuerdo que ninguna campaña electoral municipal o autonómica haya versado, salvo cuestiones menores, sobre materias locales y regionales.

Supongo que es lógico, si tenemos en cuenta que, en sustancia, estas elecciones no son sino episodios de la querella permanente entre los dos grandes partidos nacionales que, en nuestro país –y contra toda previsión del constituyente, por cierto- han llegado a cuasimonopolizar el debate político. Las elecciones municipales y autonómicas parecen episodios de la disputa nacional, simplemente porque lo son. Son las metas volantes a la espera del premio mayor, y se organizan por los mismos aparatos que gestionan las nacionales.

Lo llamativo, y lamentable, no es eso –ya digo que, además, me parece oportuno que, en las actuales circunstancias, se aproveche cualquier ocasión para buscar, cuanto antes, una salida al impasse que vivimos, y que no puede venir sino de unas elecciones generales-. Lo lamentable, a mi juicio, es que la cuestión local y autonómica en sí, como problema, haya estado completamente ausente. Y es un tema que, en estos tiempos, debería ser de rabiosa actualidad.

La cuestión de la organización territorial del Estado es una de las más importantes que España tiene planteadas. Y es, además, una cuestión con múltiples planos. Uno de ellos es el estrictamente político, la organización territorial como trasunto de la sempiterna “cuestión regional”, la única de de las tres grandes preocupaciones que nos legó sin resolver el XIX (las otras dos eran la cuestión social y la cuestión religiosa) que sigue no ya sin solucionarse, sino sin visos de haber alcanzado ni siquiera un equilibrio inestable –si es que algo puede quedar en equilibrio, aunque sea inestable, en el ocaso del zapaterismo-. En este sentido, el tema trasciende los aspectos organizativos en sentido propio para entrar de lleno en las cuestiones esenciales. No se trata de cómo se organiza España, sino de lo que España es.

Pero la problemática territorial tiene también otra dimensión, ésta técnico-administrativa, o puramente organizativa, si se quiere, quizá menos emocionante o menos trascendente en lo existencial, pero en extremo relevante para nuestro día a día. La provisión, hoy, de cerca de ocho mil –sí, ocho mil- ayuntamientos y trece parlamentos autonómicos, algunos de ellos con más de cien integrantes, apunta, a las claras, a una descomunal ineficiencia, a una palmaria irracionalidad en la forma en que nos administramos y, por tanto, en los costes de gobernación que afrontamos.

El sistema municipal español debería ser modernizado de raíz, incluyendo, cómo no, el plano fiscal. El número de municipios debería descender muy notablemente, a través de la concentración, estableciéndose, además, reglas especiales, en diversos órdenes, para las ciudades más grandes y sus áreas metropolitanas. Carece de sentido mantener una infraestructura municipal que ya no responde a la distribución geográfica de la población, ni permite disponer de unos entes locales adecuados a la realidad del país. Los municipios deben acceder, además, a un sistema de ingresos públicos proporcionado a los servicios que ofrecen, sin depender de elementos especulativos. Algunos pensamos que hay una ligazón algo más que sutil entre la actividad especulativa sobre el suelo, la voracidad de los partidos políticos y la menesterosidad natural de las arcas municipales. Todo ello debería revisarse, y con urgencia.

Quizá, también, algún día sea posible, orillando por unos instantes, si pudiera ser, la dimensión política a la que me refería, plantearse si el mapa autonómico tiene sentido como es. En España viven, habitante arriba, habitante abajo, cuarenta y seis millones de personas. Aproximadamente un cincuenta por ciento residen, o hacen su vida, en solo tres comunidades autónomas (Madrid, Cataluña y Andalucía). Si las cuentas no me fallan, del resto de las comunidades, apenas unas pocas alcanzan o rebasan los dos millones de habitantes. Pero disponemos de diecisiete aparatos cuasiestatales completos, con literalmente miles de organismos públicos y empresas-satélite. ¿Acaso no debería esto ser materia de debate? De hecho, ¿no sería la materia principal de debate a la vista de unas elecciones municipales y autonómicas?

La cuestión viene extraordinariamente a cuento. España tiene cuatro grandes reformas pendientes si quiere, algún día, no ya retomar la senda del crecimiento, que también, sino establecerse por un tiempo prolongado en el elenco de países sobre cuya solvencia a largo plazo no quepa albergar dudas: la del sistema financiero, la del mercado de trabajo, la del sistema educativo y la de la organización territorial. De ellas, la primera está en curso –por lo menos, existe algún movimiento al respecto-, y la segunda arrancará cuando sindicatos, patronal y gobierno (quizá debería haber escrito "o" gobierno) quieran. ¿Qué ocurre con la tercera y la cuarta? Parece que cuado nos acercamos al “núcleo duro” de las reservas ideológicas de cierta izquierda o, más ampliamente, al pan nuestro de cada día de políticos en general, las reformas no están ni se las espera. Se dice que hemos de reducir el déficit autonómico, como se constata que demasiados jóvenes españoles no acaban ni siquiera la secundaria obligatoria… como quien oye llover.

Supongo que es una ingenuidad creer que puede haber una España de nueva planta, cuya organización quede determinada, con tiralíneas, con criterios racionales. Ni eso ha funcionado nunca en la práctica, desde que el mundo es mundo, ni se puede eludir que, a estas alturas, incluso criaturas en las que nadie creía hace unos años, como ciertos entes territoriales, gozan hoy de una raigambre que hace imposible tratarlos como si de meras creaciones administrativas se tratara.

Pero tiene que ser posible embridar este desmadre. Por lo menos, limarle las aristas más absurdas, de algún modo.

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