domingo, 8 de mayo de 2011

LA INDEPENDENCIA APARENTE

Si esto no fuera España, si no estuviéramos aquí, ahora, probablemente la secuencia de sentencias sobre Bildu del Supremo, primero, y del Constitucional, después, habrían tenido poco de sorprendente. Por más que nos disguste y por más que haya “convicciones morales”, o hechos palmarios, si se prefiere; por más que se perciba el hedor asqueroso del mundo totalitario, que impregna todo lo que toca, todo lo que se le arrima, no dejamos de estar ante una cuestión jurídica controvertida. No compete a los jueces dictar sentencias del Cadí ni hacer otra justicia que la que permitan los instrumentos legales disponibles.

Así pues, puesto que de una cuestión controvertida hablamos, nada hay de raro en que los tribunales queden partidos por la mitad. Y, en efecto, tampoco hay nada de raro en que cada uno interprete el Derecho desde las propias y legítimas convicciones. El juez es independiente, sí, pero no por ello carece de ideas, creencias y valores propios. Eso es el pan nuestro de cada día. Por ser más claro, nada tendría por qué tener de extraño que lo que un tribunal, de cierta mayoría ideológica, resuelve en un sentido por un pelo, lo resuelva, en el sentido contrario, otro tribunal, de signo diferente. ¿A qué, entonces, tanto revuelo? Más allá de producir disgusto, incluso indignación, el tracto de sentencias, ¿debe llevarnos a dudar sobre la calidad de las instituciones, sobre la calidad, en suma, del propio Estado de Derecho en España?

Es difícil sustraerse a la impresión de que algo no funciona, de que algo huele a podrido, y no precisamente en Dinamarca. Digámoslo así: mientras que en otras latitudes se sospecha que el juez no es neutral -ideológicamente, se entiende-, en España nos barruntamos que no es independiente.

Sin entrar a cuestionar el fondo de los razonamientos jurídicos del Tribunal Constitucional sobre el asunto Bildu –entre otras cosas, porque no los conozco, y no dispongo de la clarividencia de algunos tertulianos de ambos signos- ¿cómo es posible que se produzca, en tiempo auténticamente récord, un fallo sobre una cuestión tan compleja? Tengo entendido que la sentencia del Supremo era de unos ciento veinte folios, y me temo que solo leerlos –me imagino que, tras trece horas de debates, el parto de los jueces de la Sala del 61 no debe ser muy digerible- lleva su tiempo. Ya he dicho que poco tiene de sorprendente que los magistrados terminen alineándose por razones ideológicas pero, ¿hasta el punto de que el signo de su voto sea perfectamente anticipable? ¿Cómo, si no, no ya antes de la sentencia del propio Constitucional, sino incluso de la del Supremo hubo quien pudo exhibir confianza en un fallo en un determinado sentido? Precisamente porque de una cuestión controvertida hablamos, ¿no hubiera debido ser máxima la incertidumbre, máxima la probabilidad de que hubiera alguna, siquiera mínima disidencia?

La confianza, demasiado fundada, de tirios y troyanos en que las filas se mantendrán prietas, no deja mucho lugar a la tranquilidad. Los profesionales del Derecho, los que se mueven no en el mundo de los altos tribunales, sino en el de los bajos, suelen quejarse de que la justicia es una lotería. Que los jueces son imprevisibles. Que pueden salirle a uno con las interpretaciones más esperpénticas. Parece que, cuando escalamos a las alturas togadas, el problema es exactamente el contrario. Y si se trata de loterías, todo apunta a que hay quien tiene un don para dar con el número premiado.

El Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional deberían hallarse entre las partes más dignificadas de nuestra arquitectura institucional. No digo que debieran ser reverenciados ni que debieran estar exentos de crítica. Ningún tribunal deja de errar. Pero los nuestros no pueden estar más enlodazados. En especial, el Constitucional –al menos, al Supremo sí se le reconoce la sapiencia técnico-jurídica que pueden aportar los jueces profesionales-. Y no nos engañemos, ello obedece al sistema de designación de los magistrados. Es verdad que ningún sistema de designación o elección produce candidatos privados de ideas o debilidades pero la independencia empieza por la apariencia de independencia. Y nuestros magistrados, en especial, los guardianes de la Constitución, aparentan ser tan independientes como los compromisarios de las asambleas de las cajas de ahorros.

Urge, creo, una reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional –y puede que de la Constitución-, que modifique tanto la provisión de sus magistrados como sus funciones. Los jueces constitucionales deberían ser vitalicios, elegidos por amplísimo consenso de las Cámaras, previos informes de órganos externos que avalen su prestigio como candidatos.

Y sé que lo que digo escandalizará a alguno: debería suprimirse el recurso de amparo. El Tribunal Constitucional debería circunscribir su acción al control de constitucionalidad de las disposiciones jurídicas, a través del recurso –recuperando el previo, por supuesto- y la cuestión de inconstitucionalidad. No erigirse en “ápice del ápice” del Poder Judicial –poder del que no forma parte- a través de una supercasación. Nuestro sistema jurídico cuenta con medios suficientes para garantizar la efectiva aplicación de los derechos fundamentales, que pueden ser reclamados, como toda la Constitución, ante cualquier tribunal. ¿A qué mantener, por tanto, un instrumento jurídico bastante poco efectivo para los ciudadanos de a pie –la inmensa mayoría de los recursos de amparo se inadmite; señal, por cierto, de que no funcionarán tan mal, a juicio del propio Constitucional, los tribunales- y que se muestra, a veces, tan disruptivo?

Quizá a que a los políticos les gusta tener la garantía de una segunda vuelta en campo propio.

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