miércoles, 25 de enero de 2012

Demagogia barata

Reconozco que me produce cierto pasmo la desvergüenza con la que determinados medios informan sobre el proceso contra Garzón. Y más pasmo todavía las reacciones de ciertas asociaciones que uno tenía –y tiene- por respetables y que muestran su apoyo al magistrado, lo que, en sí, me parece muy legítimo, haciéndose eco de eslóganes y frases sesgadas. El pasmo se añade a la sorpresa cuando, en particular, algunas de esas asociaciones van por el mundo de paladinas de los estados de Derecho.

Hasta donde yo conozco, que no es mucho, nadie encausa a Garzón “por perseguir los crímenes del Franquismo” sino por hacerlo, en su caso, sin atender a las reglas procesales oportunas. Según tengo entendido, en su supuesta desviación de los procedimientos aceptables –cualquiera que fuese el fin perseguido, pongamos que plausible- el magistrado pudo llegar a violar algo tan sagrado como el derecho del procesado a comunicarse con su abogado al amparo del secreto (sobra la aclaración, quizá, pero conviene recordar que el secreto profesional no protege derechos del abogado, sino del cliente). Y eso es gravísimo.

El Sr. Garzón es inocente, claro está, hasta que se pruebe su culpabilidad, y la gente tiene todo el derecho del mundo a discrepar y opinar sobre lo fundado de la causa en su contra. Pero una cosa es proclamar a los cuatro vientos que el juez es inocente y que nada sólido se le demanda –lo que debería, por cierto, llevar a confiar en una pronta absolución- y otra bien distinta que, despachando como menores las tremendas acusaciones, se diga que la causa se le abre “por investigar los crímenes del Franquismo”, como dando a entender que lo noble de los fines valida por completo los métodos empleados. Es lo que media entre una discrepancia legítima y una presión indecente al tribunal juzgador llevada por una concepción del estado de Derecho –y del Derecho en general- que, como mínimo, cabe considerar desviada.

Si siempre es condenable esta recurrente falta de matices, esta tendencia a enmierdar los debates públicos asegurando que ni por casualidad sean posibles no ya los consensos sino ni siquiera las discusiones racionales, no por repetida resulta menos miserable la querencia, especialmente de la izquierda, por la estigmatización del adversario mediante el recurso al anatema de la afinidad con el franquismo. Algo que solo conoce un paralelismo evidente en el caso de los nacionalistas, que transforman ipso facto al discrepante –cualquiera que sea el motivo- en enemigo de la nación o sospechoso de falta del debido patriotismo (si es enemigo interior) o de claras simpatías opresoras (si es enemigo exterior). Claro está que mientras que el nacionalismo es, por construcción, inasequible a la razón, con la izquierda, como hija de la Ilustración, todavía cabía albergar alguna esperanza.

Es cierto que nuestro debate público es, en general, de un nivel lamentable y suele estar plagado de insultos a la inteligencia, a menudo descarados. Pero la facilidad con el que el bando que se considera a sí mismo quintaesencia de lo correcto cae en nuestra versión cañí de la reductio ad Hitlerum es irritante.

Algunas prestigiosas asociaciones de derechos humanos, a las que hay que suponer bienintencionadas, por su parte, nos proveen una nueva prueba de cuánto conviene, antes de hablar, tener alguna idea de sobre qué se habla. A buen seguro, aciertan muchas veces en sus denuncias y admoniciones, pero meten la pata sin paliativos en otras. Y, cuando lo hacen, se desacreditan. Existen otras asociaciones, ciertamente, que no pueden desacreditarse, puesto que eso, por definición, solo es asequible a quien goza de algún crédito.

Hasta para ser demagogo hay que ser elegante.

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