domingo, 22 de enero de 2012

Sobre la corrupción

Interesante la tercera de hoy en ABC, de Antonio Garrigues, sobre la corrupción y sus peligros. Se refiere el autor, sobre todo, a la corrupción política, aunque también a la financiera, y pondera la transparencia como remedio de una y otra.

La noción de “corrupción” aparece muy a menudo acotada a su sentido más estricto, a fenómenos de naturaleza netamente delictiva, con frecuencia ligados al ámbito de lo público y sus inmediaciones –los partidos políticos, fundamentalmente-. Me interesa más, no obstante, la cuestión desde una perspectiva más general. La corrupción, si se quiere, como una propiedad –o dolencia, o patología o característica maligna- de cualquier sistema social. Y esto abarca algo más que el estrecho marco de lo penal.

Un sistema es, en este sentido, tanto más corrupto cuanto más se alejan sus reglas efectivas de funcionamiento de las reglas estatuidas. En el extremo, los sistemas más corruptos dejan esas reglas convertidas en letra hueca, llegando a desarrollar una institucionalidad paralela que deja a la “oficial” en algo meramente nominal. Dicho así suena, quizá, demasiado abstracto, pero no me refiero más que a ese fenómeno tan familiar, esa sensación de que las cosas son “de verdad” diferentes a lo que parecen. De que las decisiones, sobre todo las más trascendentes, se toman por razones distintas a las públicamente proclamadas y de que, por tanto, ante cualquier eventualidad, la pregunta pertinente es “aquí con quién hay que hablar”. En este tipo de sistemas surge, de modo natural, el rol del intermediario, del medrador profesional entre el mundo real y el mundo oficial, entre el mundo verdadero y el mundo proclamado, y la corrupción sistémica se concreta, por tanto, fácilmente en sus manifestaciones política y económica.

¿Es España un país “corrupto” o, por continuar con la caracterización de la corrupción como “propiedad”, presenta un grado elevado de corrupción? Pues, creo, si se consultan las clasificaciones de entidades y centros de investigación que miden estas cosas, parece que sí, por contraste con los países a los que queremos o deberíamos querer asemejarnos y que no en exceso si se nos compara con otros que, ciertamente, tienen peor suerte. Diríase que el grado de corrupción en España marida razonablemente con la percepción intuitiva de los españoles y con la posición general del país en el mundo, existiendo, por cierto, una nada sorprendente correlación inversa –por lo general, los países que más descuellan en todos los ámbitos gozan también de ambientes institucionales más limpios, con algunas excepciones-.

Creo que en esto, como en tantas otras cosas, el nuestro es un país dual. Nuestro pequeño reino es, ya se sabe, suficientemente grande como para alojar en su seno una aún más pequeña pero moderna e industriosa nación europea más o menos asimilable a las demás en la que las cosas son, generalmente, lo que parecen, y los libros de reglas son letra viva; pero también a un mastodonte ineficiente, aculturado en el pesebrismo y en la perpetuación –convenientemente actualizados según las modas- de usos y costumbres caducos. Esa segunda España ha sido y sigue siendo el reino del enterado, del que sabe lo que hay y qué tecla tocar. Es, no hay que extrañarse, el reino que señorean los políticos, pero también, en parte, ese capitalismo cutre patrio, trufado de tipos que cuestan mucho más de lo que valen y que han hecho oficio del desenvolverse en los aledaños del poder político.

Hace unos días, en un diario electrónico, Luis Garicano glosaba un libro de reciente aparición, a cargo de Mariano Guindal –un relato de la transición económica y, en general, de la historia económica contemporánea- y ponía de manifiesto cómo, a partir del documentado trabajo del periodista, era fácil entender por qué España está donde está y cuáles eran, y siguen siendo, las diferencias esenciales entre el “capitalismo español” y el capitalismo sin apellidos. El incentivo natural que el sistema capitalista ofrece a la innovación y al espíritu empresarial –que no es otro que la expectativa del beneficio- se aviene mal con un país en el que existen caminos mucho más directos, y a la abrigo de toda competencia, para llegar al mismo resultado, a saber: el medro en las cercanías de quien está en grado de decidir, por razones que raramente tienen que ver con el mérito o la utilidad de las ideas, quién prospera y quién no.

No hace falta decir que no son esas las reglas proclamadas. Las reglas dicen que vivimos en una democracia avanzada, sometida al Derecho, en el que la actividad económica discurre por vericuetos libres, sin más interferencias públicas que las imprescindibles, precisamente, para asegurar que el juego discurra por cauces cabales. Y, a veces, quienes las proclaman parece que se las creen. Pero algunos sabemos que no es así o, peor, que no es así para todos. Eso es corrupción.

Algunos se empeñan en ver –siempre hay optimistas- en la profunda crisis que atravesamos, por aquello de que es una crisis “de modelo”, el remedio. Libre de la costra que lo oprime, que se desmoronará por el peso de su propia ineficacia, nuestro paisito podrá desarrollar su potencial, económico y social, con dinamismo. Ojalá fuera cierto y quizá estamos a punto de empezar a verlo. Hasta ahora, más parece que nuestros enterados patrios se hayan puesto al frente de la manifestación, provocando una suerte de movimiento lampedusiano para que las nuevas reglas, sean las que fueren, sean tan nominales como las anteriores.

Que nunca nada sea lo que parece, que siempre haya alguien que sepa lo que los demás no saben.

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