martes, 3 de enero de 2012

Por una monarquía aburrida

Hace apenas unos días, decía que creo que la cuestión monarquía-república debería ser, más pronto que tarde, sometida a debate si no de modo aislado, sí en unión, en todo caso, de un número limitado de cuestiones esenciales, que no permitan soslayar el tema diluyéndolo en una revisión general. La mayor parte de los abogados de la discusión abierta suelen ser republicanos, supongo que en la confianza de que de un planteamiento directo de la cuestión solo podría derivarse un cambio de régimen. No es mi caso. Si estoy a favor de que los españoles puedan, si así lo desean, discutir su forma de estado es por pura y simple higiene, no porque considere que la monarquía sea delenda. De hecho, es más bien lo contrario.

La monarquía, en tanto sistema fundado esencialmente en un privilegio –el derecho de una familia a ocupar, de modo hereditario, la jefatura del estado- admite poca justificación teórica. Pugna claramente con el principio de igualdad. Por eso, no me consta que, en los últimos tiempos, se haya instituido monarquía alguna. Todo lo más, las monarquías existentes en Europa y Asia, más alguna africana, van logrando sobrevivir. La monarquía es una institución anacrónica. ¿Significa eso que es irracional y debe ser imperativamente abolida? No, o no necesariamente.

En su magistral The English Constitution, Walter Bagehot muestra cómo las instituciones inglesas, el arquetipo de las instituciones democráticas contemporáneas, nacen de la práctica. Las instituciones políticas son susceptibles de un diseño conforme a pautas teóricas, pero también tienen una dimensión histórica y, sobre todo, una dimensión utilitaria. Las instituciones políticas existen y pueden continuar existiendo en tanto sirven eficazmente a algún propósito. Y Bagehot mostraba cómo la Corona, fuera o no, ya entonces, acorde con el signo de los tiempos –empezaba a no serlo cuando él escribía, allá por 1865-67- revestía una evidente utilidad dentro del sistema de frenos y contrapesos (checks and balances) que, en suma, resulta ser el sistema político inglés. Como parte dignificada del marco constitucional, la Corona revestía un enorme potencial simbólico, ajeno a la contingencia propia del devenir partidista. El anacronismo del carácter hereditario, la escasa coherencia teórica, debe ceder ante la utilidad práctica máxime cuando, como el propio Bagehot muestra, la persona del rey en sí, quién ciña la corona, es un tema de relevancia escasa. Estos mismos criterios de relevancia práctica, criterios funcionales en suma, los emplea Bagehot para demostrar la, a su juicio, superioridad del sistema inglés “de gabinete” –en el que el poder ejecutivo lo ostenta un comité del parlamento- sobre el sistema americano de neta y rígida separación de poderes, conforme a los exactos principios teóricos montesquinianos.

Trayendo las bases del análisis de Bagehot a nuestro aquí y ahora, la cuestión es, ¿reviste la corona –en España, un poder constituido más- alguna utilidad? ¿Proporciona coherencia al sistema y, por tanto, se justifica? A mi juicio, la respuesta a ambas preguntas es “sí”. Creo que las funciones constitucionalmente atribuidas a la Corona (escribo ahora con mayúsculas porque me refiero a la precisa institución, tal como queda definida en el Título II de nuestra Constitución) son necesarias o, cuando menos, muy convenientes. La función simbólica y representativa del monarca es, creo, muy valiosa. Si, además, es posible incardinar la monarquía presente –por más que se trate de una institución de nuevo cuño- en un devenir histórico, obtenemos también la doble ventaja de la tradición, en un país que carece de tradiciones políticas sólidas, y la transversalidad: la Corona es una institución compartida y común, históricamente, a todos los territorios de España, en todos los tiempos. Cánovas decía que, como la religión católica, la monarquía formaba parte de la “constitución histórica” de España, es decir, de un conjunto limitado de realidades que, por consustanciales a la nación, toda constitución normativa debería respetar. Discrepo de la postura canovista, desde luego, pero eso no impide conceder a la Corona una cierta ventaja, la que podríamos denominar, en símil boxístico, la del campeón frente al challenger: es la institución alternativa la que tiene que demostrar su utilidad o, al menos, la que debe ofrecer perspectivas de mejora que justifiquen el experimento.

Es verdad las funciones comentadas podrían ser también desempeñadas, acaso con ventaja, por un jefe de estado electo y, de hecho, son funciones habituales de los jefes de estado. Creo que existen, no obstante, tres razones por los que una jefatura de estado coronada seguiría siendo preferible.

La primera es, lógicamente, la pérdida automática de aquellas características de arraigo histórico y territorial que acabo de citar como ventajas de la monarquía. Soy consciente, no obstante, de que esta ventaja solo puede ser apreciada de modo secundario, es decir, una vez que se pueda razonar una preferencia por la monarquía con base en otros fundamentos. Por lo mismo, no valdría en absoluto por sí misma como razón para descartar un sistema alternativo.

Más enjundia tiene, como segunda razón –y principal razón teórica- la difícil coexistencia de una presidencia de la república con una jefatura de gobierno como la española. Según se sabe, nuestra presidencia del gobierno está modelada sobre el sistema del canciller alemán. Es inexacto, en España, hablar de un “primer ministro” e, incluso, de un “presidente del consejo de ministros”. Por diseño constitucional y por práctica, el presidente del gobierno ha ido evolucionando hacia una suerte de órgano constitucional sui géneris, parte, sin duda, del poder ejecutivo, pero distinguible netamente dentro de éste, de suerte que, del rey abajo, no es exagerado decir que nos topamos con un sistema peculiar. Una suerte de “monarquía presidencialista y federal”. Si ha de conservarse este rol de un jefe de gobierno omnipresente, todo apunta a que un jefe de estado electo devendría un presidente “a la alemana”. Es decir, un órgano constitucional que, máxime cuando su elección es indirecta, queda tremendamente disminuido en sus capacidades simbólicas. El caso de Alemania es, ya digo, paradigmático. El canciller ocupa todo el espacio visible, de forma que el Bundespräsident apenas existe, poco o nada aporta.

La tercera de las razones es, probablemente, coyuntural. Hasta ahora, nuestra democracia ha mostrado una probada falta de capacidad para la provisión de magistraturas libres del tinte partidista. Hay razones fundadas para sospechar que una presidencia de la república, siempre que su elección dependiera del sistema de partidos, correría la misma suerte que viene padeciendo el Tribunal Constitucional, la Fiscalía General u otros importantes cargos, dignificados o meramente funcionales, pero de los que se esperaba una apariencia de imparcialidad que no han sido capaces de obtener. Es imposible, por otra parte, no tener presente la triste experiencia de la II República y la desdichada presidencia de D. Niceto Alcalá-Zamora, aunque es cierto que el precedente es lejano y no tendría por qué repetirse. Con toda probabilidad, un jefe de estado electo de modo directo al estilo del presidente portugués, por ejemplo, aun propuesto originalmente por los partidos –incluso aunque la presidencia llegara concebirse como fin del cursus honorem y, por tanto, aunque el presidente hubiera podido desempeñar antes cargos de naturaleza partidista- tendría mejor vida. Pero ello nos devuelve al debate anterior sobre la posible necesidad de atemperar el rol del presidente del gobierno.

Según comentaba ayer, en Expansión, Tom Burns Marañón, la “crisis del yerno” puede haber puesto de manifiesto que, quizá, los españoles estén pasando del folclórico juancarlismo a un cierto monarquismo de corte racional. La Corona, parece, no solo no ha salido dañada del envite, sino reforzada. ¿Aprecian los españoles más al Rey que antes? No lo creo. No niego que D. Juan Carlos cuente con un sincero cariño de los españoles, desde luego, pero no parece que su popularidad personal, ahora que van cayendo los velos y se empieza a hablar sin tapujos sobre las oscuridades que le rodean, haya podido crecer. Hay razones para pensar, por el contrario, que los españoles pueden estar valorando la institución de la Corona y el valor de la estabilidad en su continuidad, incluso aunque empiecen a albergar más que dudas sobre la idoneidad personal de su titular.

Nada podría hacer más bien a la Corona que la rutina, desde luego. Puede parecer paradójico, pero lo mejor que nos puede pasar es que el Príncipe de Asturias llegue a ser rey algún día por la pura, simple e indiscutida operación de los mecanismos institucionales. Lo merezca o no. Eso, salvo casos extremos, es poco relevante. Una monarquía aburrida, encarnada por personas transparentes -en el más pleno sentido del término-. Ésa es la monarquía que cabe defender.

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