domingo, 8 de enero de 2012

Furor por las primarias

Un año electoral americano lo es en un doble sentido: un año en el que hay elecciones y el período de tiempo que los elegibles invierten en trabajar sus candidaturas. Mes arriba, mes abajo, eso es lo que mediará entre los caucus de Iowa y las primarias de New Hampshire y la votación presidencial del 6 de noviembre. Un muy largo lapso en el que los candidatos, incluso antes de serlo –en la fase de candidatos a candidato- deberán someterse a múltiples escrutinios, una y otra vez, y a miles y miles de preguntas, indagaciones sobre sus ideas políticas y preferencias personales, etc. Un verdadero tour de force. Es verdad que, esta vez, limitado en exclusiva al partido Republicano, ya que los Demócratas cuentan con un presidente en ejercicio que, como es habitual, pugnará por su reelección.

Siempre es apasionante atender al espectáculo de la primera democracia del mundo desplegando sus mecanismos institucionales. Y, aunque no tan antiguos como pudiera pensarse, los procesos de primarias han llegado a ser elementos consustanciales a esa institucionalidad. No sé qué periodista comentaba no hace mucho en televisión que, en los Estados Unidos, el arraigo de las primarias es tal que, hoy, sería poco menos que impensable que la cúpula de cualquiera de los partidos políticos intentara promover un candidato sin pasar previamente por la yincana (inciso: se me hace rarísimo lo que acabo de escribir, pero leo en el Panhispánico de Dudas que esta es la forma española recomendada para "gymkhana" -que así escrito también se las trae-) de las primarias –colección de elecciones primarias propiamente dichas y caucus, dependiendo del estado-; y ya no digamos lo que sucedería si una determinada dirigencia partidaria pretendiera imponer como candidato presidencial a quien hubiera sido derrotado en el proceso previo, a quien no se hubiera presentado o a quien, habiéndolo hecho, se hubiera retirado.

Son abundantes las voces que manifiestan una sana envidia ante el contraste con nuestra escuálida democracia patria, en la que los jerifaltes de los partidos y sus camarillas imponen sus deseos, parece, sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo o pasándose por el arco de triunfo las preferencias de la militancia, cuando estas han sido expresadas. Se subraya que, en nuestras recientes elecciones generales, concurrieron un candidato que jamás hubo de pasar una elección interna –porque el PP no practica esas artes, digámoslo así- y otro que, casi peor, surgió de una pantomima, de un simulacro en un partido que, abonado a las primarias como gesto –algo es algo, piensan algunos- las cuenta por fiascos. Las primarias no son habituales en el seno de los partidos políticos españoles, creo, al menos en los partidos más relevantes. Y hay quien cree que no solo deberían ser habituales, sino obligatorias. Como si la celebración de primarias fuera implícita en el mandato constitucional de que la organización y funcionamiento de los partidos políticos han de ser democráticos.

Las elecciones primarias son divertidas, sí, y fuente de mucho entretenimiento, sobre todo para periodistas. Pero tampoco es cosa, me parece, de arrojar a las tinieblas de la democracia de baja calidad a quienes, sencillamente, empleen otros mecanismos institucionales para la selección de candidatos a magistraturas.

La elección primaria, como cualquier institución de democracia directa –el referendo, sobre todo- se beneficia, sin duda, del carisma que comporta el que en ellas se hace lo que, al parecer, y con evidente reduccionismo, se percibe como lo más democrático del mundo: votar. Si por algunos fuera, estaríamos votando, a diestro y siniestro, todo el día. Nos sentiríamos más realizados y nuestras instituciones, las que fuese, gozarían de una legitimidad absoluta. Cabe preguntarse, entonces, si muchas de ellas servirían para algo.

Quienes claman a favor de las primarias y denuncian los abusos de las jerarquías de los partidos parecen olvidar que esas jerarquías no suelen ocuparse a través de intrigas palaciegas o mediante golpes internos. Esas cosas pueden suceder pero, de cuando en cuando, también sucede que los partidos celebran congresos, reúnen a sus órganos de dirección, etc. Es decir, funcionan como instituciones que cuentan con mecanismos de legitimación de sus dirigencias. Dirigencias a las que se encomiendan múltiples tareas, entre ellas la de proveer candidatos. No veo qué hay de ilegítimo, en línea de principio, en que una dirección -llámese comité ejecutivo, junta o lo que toque- elegida en un congreso, llegadas las elecciones de turno, presente a los candidatos, si así lo prevén los estatutos correspondientes.

En los Estados Unidos no sucede así, es cierto. Pero es que allí no existen los partidos políticos en el mismo sentido que en Europa. No como organizaciones permanentes, mediadoras entre la esfera de lo privado y la esfera de lo público, como entes paraestatales, si se quiere. Los partidos políticos americanos son más bien agrupaciones de electores. Son muchas, muchísimas las diferencias entre el aparato institucional norteamericano y la mayoría, por no decir todos, los europeos –que difieren entre sí, pero tienen más cosas en común-. Ambos tienen virtudes y defectos. La elección primaria suple allí la carencia de una burocracia partidaria tecnificada –especializada en esa tarea mediadora entre sociedad y estado, quiero decir- del mismo modo que las agencias federales han de suplir la carencia de una administración netamente distinguible de su dirección política, dando continuidad a la acción ejecutiva que, en Europa, solemos encomendar a los ministerios y sus funcionarios.

La importación de figuras propias de un sistema –el norteamericano- a otro en el que no son naturales –el europeo- no está exenta de riesgos. A mi juicio, lo importante es disponer de mecanismos institucionales coherentes que funcionen como un todo sin descartar, por supuesto, que el sistema pueda ser cambiado en su integridad o en aspectos verdaderamente esenciales de sus líneas. No estoy muy seguro, por ejemplo, de que las primarias sean el mejor de los remedios contra lo que se percibe como una excesiva endogamia partidista y contra un peso desmesurado de las jerarquías. Aparte de que tiene todo el sentido del mundo esperar que una dirigencia determinada promueva a los afines no ya al partido sino a esa concreta dirigencia (que, por cierto, habrá que suponer que, al menos en algún momento, hubo de ser también afín a la mayoría de la militancia, dado que, por lo común, habrá surgido de un congreso), la experiencia muestra que el candidato surgido en primarias, más “querido” por las bases, suele estar más lejos del mainstream de la sociedad, esa que forma ese gran grupo de electores que no pertenece a ningún partido ni se declararía abiertamente simpatizante de cualquiera de ellos. También hay que subrayar, claro, que mal funcionan las primarias cuando los requisitos para poder concurrir a ellas son tan gravosos que más vale esperar al siguiente congreso y presentarse al cargo orgánico correspondiente.

Ya digo que las primarias me parecen extrañas a los sistemas europeos de partidos y en especial al español. Pero me parecen más extrañas todavía a las democracias parlamentarias, como es todavía, al menos nominalmente, la española. En otras ocasiones, ya me he referido a la subversión del modelo formal que, de modo evidente, está teniendo lugar en nuestro país. Nuestro sistema constitucional, centrado teóricamente en el parlamento, apenas logra a estas alturas disimular el fuerte desplazamiento hacia una suerte de presidencialismo nucleado no ya en torno al ejecutivo, sino a la persona de su presidente. Pocos han sido los medios que, en las últimas elecciones generales, se han resistido a la tentación de presentarlas como un pulso directo Rubalcaba-Rajoy, al más puro estilo de las presidenciales de cualquier república americana o las francesas. La circunstancia de que lo realmente se iba a elegir era una cámara legislativa parecía dejarse de lado como un formalismo menor –algo así como lo que ocurre, de nuevo, en las presidenciales americanas: nadie para mientes en que lo que realmente se elige es un “colegio de electores”, dado que la elección del presidente sigue siendo formalmente indirecta-, trámite enojoso para aquello de lo que realmente se trata.

La lógica de las primarias refuerza, a mi entender, ese desplazamiento que no sé si es deseable y que, probablemente, merecería alguna discusión. Una cosa es que la tendencia tenga mucho de natural –al fin y al cabo, vivimos en una “era del ejecutivo” desde que los estados se convirtieron en gigantescas empresas de servicios- y otra que deba reforzarse todavía más, añadiendo a los apoyos mediáticos que naturalmente se le prestan nada menos que el soporte de unos mecanismos institucionales de nuevo cuño.

Por lo demás, ver unas primarias americanas es como ver una superbowl: entretenido, pero rarísimo.

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