lunes, 18 de junio de 2012

Alemania, los dilemas morales y las bolas de partido

El seguimiento que se realiza en medios de la crisis financiera, minuto a minuto, es un fiel reflejo de lo que parece ser la visión que los políticos tienen de la misma: una sucesión de acontecimientos, sin fin ni principio, aparentemente inconexos. Es como si estuviéramos contemplando un partido de tenis en el que se suceden las match balls. Nuestro tenista preferido se enfrenta, una tras otra, a sucesivas bolas que, de perderlas, le dejarán fuera del partido. Y el tenista sale airoso una y otra vez, haciéndonos sentir un alivio momentáneo, hasta la siguiente bola. Así, disfrutando del espectáculo y de la adrenalina, se pierde de vista lo más evidente: que, arrinconado a bolazos, lo normal es que nuestro tenista acabe perdiendo. Claro que hay reacciones épicas y, por supuesto, hay quien termina doblegando a su rival tras pasarlas canutas, pero en el tenis, como en la vida, suele pasar lo previsible y termina ganando quien disfruta de muchas bolas terminales.

El caso de Grecia y, en distintas medidas, también los de otros países motejados de periféricos en Europa, incluida la propia España, es un ejemplo. Grecia no puede pagar su deuda, está visto, entendido y archiasumido. Ofrecer más deuda al estado griego no es, no puede ser, la solución. Resulta, pues, un tanto patética la sensación de haber salvado una match ball que, al parecer, produce la victoria de uno de los dos partidos que, en comandita, condujeron al país al desastre y al marasmo en el que se encuentra. El gobierno que se forme reiniciará, hay que suponer, la dinámica de negociaciones con los socios comunitarios. Hasta que, hay que suponer también, el principio de realidad termine por imponerse.

Grecia solo cuenta con dos soluciones. Una de ellas es abandonar el euro, adoptar una moneda nacional propia y redenominar su deuda, repagándola en su propia divisa. Como quiera que la divisa, con toda probabilidad, se devaluaría de modo significativo frente al euro (o la moneda que en ese momento sea curso legal en Alemania), Grecia impondría, de hecho, una quita a sus acreedores. La otra es ser verdaderamente amparada por sus socios comunitarios. Bien porque estos le ofrezcan voluntariamente el alivio de una quita, bien porque asuman como propia la deuda.

Suena muy grosero y requeriría matices, pero, en términos crudos, los planes de “eurobonos”, las llamadas a la “solidaridad” y al “más Europa” vienen a ser equivalentes a “que la deuda la pague (o asuma) otro”. Es bastante evidente que, hechas las oportunas cuentas y repartos, el “otro” suele ser Alemania. Y el caso es que estas son las alternativas: o bien se avanza hacia una integración fiscal –nuevo tecnicismo para denominar el proceso por el que Alemania y otros se hacen cargo de deudas ajenas- o el euro debe perecer víctima de las enfermedades que ya le diagnosticaron al nacer. Los virulentos ataques de los que son objeto las economías periféricas se asemejan a las crisis que, históricamente, han padecido los países en vías de desarrollo que estaban fuertemente endeudados en moneda extranjera. Y es que el euro, a efectos prácticos, es una moneda extranjera, al menos para buena parte de las naciones que lo tienen como moneda nacional.

Desde un punto de vista técnico, se dice, no sería irracional que Alemania u otros países en posición semejante –si es que hay alguno- decidieran echarse a la espalda la carga del verdadero “rescate” que no es otro que la corrección de las enfermedades congénitas del euro. Se dice, y puede que sea cierto, que esos países han sido grandes beneficiarios de la unión monetaria y que, en todo caso, son grandes beneficiarios del proceso de integración. La lógica vendría a ser “a más Europa, mejor para Alemania”. El argumento suele ilustrarse con una referencia a la cantidad de coches alemanes de alta gama que se venden en España que, se supone, no se venderían de no ser por las extraordinarias facilidades que, para su adquisición, ha supuesto el euro. Se empieza por aquí y se termina acusando a Alemania  de ser la beneficiaria de la menesterosidad mediterránea, cuando no de estar procurando la creación de un nuevo Reich que, este sí, duraría mil años.

El gran error de Alemania, probablemente, es haber permitido a su banca financiar hasta límites estratosféricos deudas de terceros, como si una moneda común, además de hacer desaparecer el riesgo cambiario hiciera desaparecer el riesgo de crédito. Es esa conexión y no supuestos beneficios derivados de una posición de dominio –de la que, por otra parte, los alemanes vienen disfrutando desde hace muchos años, con y sin moneda única- el mejor incentivo para que la potencia centroeuropea se decida a dar un paso adelante. No sé si es la principal beneficiaria de que siga existiendo la divisa comunitaria; pero sería una gran perjudicada de una masiva devaluación competitiva de sus socios del sur.

Lo que se discute no es si va a sufrirse un cataclismo económico. Ese cataclismo ya ha ocurrido y se discute cómo se reparten sus efectos. La pretensión alemana es, como resulta lógico, que el padecimiento recaiga, en la mayor medida posible, sobre los países periféricos y sus poblaciones. Así dicho suena poco compasivo, pero es que la pretensión de que otro se haga cargo de las deudas propias tiene un componente inmoral. Los economistas dicen, quizá con buen criterio, que estos análisis en términos de virtudes y defectos están fuera de lugar, y que lo único que debería preocuparnos es el bienestar de todos –entendido como el mayor nivel de vida posible para la mayoría-. Es poco relevante, por tanto, cómo hemos llegado hasta aquí. Lo único que debe importar es cómo salimos. Y, sin embargo, el debate moral no puede ser eludido. La criticada contumacia de Alemania a la hora de insistir en los rigores y la austeridad –quizá hasta la exageración, no sé- se sustenta, me temo, en esa interferencia moral: la opinión pública alemana rechaza de plano la idea de una ayuda incondicionada, sin penitencias, porque no puede soportar lo que entiende como recompensa a un desdén por las virtudes que considera elementales. El problema es que, en la vorágine, también ellos ignoraron nada menos que la virtud de la prudencia –por cierto, la virtud alabada por los griegos (los clásicos, no los contemporáneos) sobre todas las demás-.

El caso es que solo hay dos salidas: o un enorme acto de generosidad –que, por definición, exigirá soslayar ciertas ideas de justicia- o una purga de los pecados de todos. Alemania tiene que decidir si perdonar pecados ajenos puede serle menos gravoso que tener que afrontar los propios en toda su crudeza. El debate financiero, el cálculo, se inclina por la componenda. En términos morales lo podemos poner como compensación de culpas. Al modo de los héroes mitológicos, Alemania se enfrenta, pues, a un dilema. Las bolas de partido seguirán viniendo del otro lado de la red hasta que el héroe elija.

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