miércoles, 6 de junio de 2012

Animémonos a discutir la unidad

Mi buen amigo Pepe, que además es lector de este blog, me remite en enlace a una interesante reflexión (véase) de José María Ruiz Soroa sobre el sempiterno tema de cómo tratar con los nacionalismos periféricos. Ruiz Soroa propone la alternativa Cameron o jugar a la canadiense, si se prefiere. Es decir, lejos de rehuir el debate, afrontémoslo de cara, aceptando, si es preciso, incluso el envite de un referéndum en el que sometiéramos a criterio del respetable ni más ni menos que la cuestión nuclear: la propia continuidad histórica de España como estado en su actual configuración.

Pues convengo con Ruiz Soroa, para qué engañarnos, y cada día más. Aunque solo sea porque no se me ocurre otra vía para poner fin a este tira y afloja tan cansino en el que los nacionalistas vascos y catalanes han convertido nuestro día a día desde hace más de treinta años. Intentaré dar mis razones, amén de suscribir las del propio autor citado en su práctica integridad.

Por supuesto, hay que comenzar por una petición de principio. Sintiéndose el que suscribe –qué le vamos a hacer- español por los cuatro costados, parto de la convicción de que España, como estado, es una realidad histórica a la entera disposición de las generaciones vivas de españoles. No hay nada esencial en el artefacto jurídico-político que hoy nos acoge como nación, como pone de manifiesto el que hayamos tenido otros (inciso: uno piensa –qué le vamos a hacer, también- que los españoles preexistíamos a España como estado moderno y seguiríamos existiendo tras su desaparición), y que se legitima por su utilidad y mayoritaria aceptación. Carece de sentido que, como es mi caso, se tenga por estupefaciente la invocación de cualesquiera “derechos históricos” de no sé qué “pueblos” como sustento de cualquier argumentación política que se pretenda racional y, al tiempo, sostener sin rubor que  existen instituciones trascendentes, intangibles y que deben ser conservadas tal como los muertos nos las legaron (nuevo inciso: esto de la lógica, según se ve, constriñe mucho, porque impide sostener al tiempo una cosa y su contraria, de ahí que los políticos la rehúyan sistemáticamente).

Dicho lo anterior, tampoco creo que exista razón sensata, a fecha de hoy, por la que los españoles debieran plantearse dar por amortizado nuestro perfectible aparato estatal. Con todos sus problemas y disfuncionalidades, que son muchos, creo que nunca ha funcionado mejor. Es posible que los “pueblos” no hallen acomodo en su estructura y vean coartado su desarrollo nacional, pero no me parece que los integrantes de esos pueblos tuvieran mejores perspectivas en otros entornos. Pero esto, claro, es lo que se trata de dilucidar, para algunos.

Y lo oportuno es discutirlo.

La táctica seguida hasta ahora para tratar con la cuestión del nacionalismo periférico ha sido netamente transaccional. A cambio de la renuncia a un programa de máximos –el natural en todo nacionalismo que se precie, el que conduce a la reclamación de un estado propio (nuevo inciso: recuérdese que, para un nacionalista, un estado no es una organización al servicio de unos ciudadanos sino la expresión jurídico-política de una nación o “pueblo”)- se adapta la estructura interna del propio estado, su forma, condicionándola hasta extremos notables. A la vista está que la pretendida solución no ha sido tal. Como era previsible por su propia naturaleza, cualquier transacción con el nacionalista tiene validez temporal, es la ganancia del aquí y el ahora, siempre sometida a la condición de perpetuum mobile que reviste el nacionalismo como ideología.

Pero es que, además, en las propias tensiones del planteamiento transaccional, el nacionalismo encuentra una fuente inagotable de alimento retórico y una dinámica altamente beneficiosa, puesto que permite no tener que probar nunca de verdad las propias fuerzas. Puesto que nos negamos a la discusión de la mayor, que no es otra que la posibilidad de la independencia, aceptamos la presunción de que el resultado de ese debate nos sería adverso, esto es, se puede dar por sentado que tememos ese resultado o que lo aceptamos como probable. Lo que no deja de ser curioso, toda vez que las estadísticas apuntan a todo lo contrario. Al menos, por ahora.

La dinámica transaccional es, por otra parte, imposible de mantener sine die, toda vez que el límite en la deconstrucción posible de un estado viene dado por las fronteras de su propia funcionalidad. Un estado no puede hacerse nunca cómodo del todo a quienes están incómodos por su propia existencia. Es un empeño imposible y un punto absurdo. Donde no hay transacción posible deberá, por tanto, haber confrontación –no violenta, por supuesto-, y ello exige un marco para medir las fuerzas de cada cual, sin que una parte tenga el derecho a elegir los tiempos y las maneras. A partir de aquí, la cuestión pasa a ser de otro orden. De tipo técnico, si se quiere. El Tribunal Supremo del Canadá ya dio unas pautas muy sensatas para evaluar con garantías la conveniencia de adoptar una decisión tan grave como la secesión de parte de un territorio, en aquel caso Québec. Pautas sensatas son también las que ofrece Ruiz Soroa.

Hay que determinar qué se pregunta y a quién se pregunta. Y la experiencia enseña, por cierto, que un buen paso para ganar un referendo es convocarlo. Es posible, es probable que sean los propios nacionalistas quienes terminen, arrastrados por sus propios discursos, apelando al “pueblo”. Pero será al pueblo que ellos entiendan tal, para preguntar sabe Dios qué, casi con seguridad algo poco claro, no comprometedor del todo y con escape por la puerta de atrás. Estamos en la fase del “derecho a”. Como es muy arriesgado preguntar si alguien quiere algo, siempre se puede preguntar si quiere el derecho a tenerlo, que no es lo mismo (último inciso: creo recordar que había un personaje masculino en La Vida de Brian que quería quedarse embarazado -por cierto, los Monty Python se mofan, precisamente, de un grupúsculo de corte nacionalista, “resistente” a los romanos-; cuando los demás le están tratando de tonto, alguien, demostrando su genio político, arguye que, en efecto, no puede quedarse embarazado, pero el derecho sí lo puede tener). Habrá, seguro, nueva trampa que permita dar más cuerda a la cometa.

Y no hay cosa más tonta que dejar campo y tiempo, en esta partida de ajedrez que ya dura demasiado.

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