lunes, 25 de junio de 2012

La sociedad dual

Esta mañana, poco después de las siete, había cerca de veinticinco grados en el centro de Madrid. En esta época del año, eso anuncia cerca de cuarenta a mediodía. Absolutamente nada de particular. Cada verano, sucede tres, cuatro o cinco veces. El resto de la canícula, disfrutamos, es un decir, de temperaturas más moderadas, en el entorno de los treinta. Así es el verano en la capital y en toda la meseta. En el curso bajo del Guadalquivir, son más bien treinta y cinco los días frescos, con el concepto “ola de calor” instalado muy allende los cuarenta. La España interior y su verano son así, señor mío. Cada vez que el termómetro hace estos pinitos –ya digo, invariablemente, año tras año- me pregunto si no sería buena cosa traerse a algún teutón –o a algún chiquito del norte- en prácticas, para que luego pontifique con conocimiento de causa. No es cosa de ponerse extremoso. Tampoco es cosa de que tengan que salir de faena por el campo cordobés. Basta una mañana de recados en Toledo, pongamos por caso. Me hace usted el favor, se levanta tempranito, se echa un café bebido al coleto y luego se pasa por el banco, por correos y tiene alguna pelotera con la administración. Y procure estar de vuelta a la sombra antes de las doce, por la cuenta que le trae.

Y es que todos estos que se ponen como gambas a la plancha en Denia tenían que enterase de que, cien kilómetros hacia el interior, la manida “calidad de vida” y el “aire mediterráneo” se pierden. Y solo quedan un calor de mil demonios y el mismo horario que enero. Un país mucho menos amable que otros con menos fama de simpáticos. Europeo en invierno, decididamente africano en verano y no es un decir, así lo describen los climatólogos.

En estas, me topo esta mañana con un artículo de McCoy (aquí) que hace, colateralmente, referencia a una de mis ideas más queridas: la del país dual. España es un país dual en muchos sentidos. Climatológicamente para empezar, históricamente también –a caballo entre Oriente y Occidente, entre el mundo atlántico y el mediterráneo-, puente, o quebrada, entre civilizaciones. No es, ciertamente, caso único ni tampoco el caso más extremo. Hay países verdaderamente partidos por dualidades dramáticas (Turquía, Ucrania, México…) y son todos ellos, como el nuestro, países-frontera. Pero no, la dualidad a la que McCoy se refiere –y no es el primero en señalarlo-, creo, y la más interesante para interpretar nuestro presente es la dualidad entre un país real y un país ficticio o entre un país moderno y un país que cree serlo.

En España conviven una sociedad dinámica, competitiva, productiva, homologable en valores y usos con las sociedades europeas más avanzadas –para bien y para mal- y una sociedad no ya hedonista sino pancista, completamente ajena a la realidad exterior, que vive en la burbuja que ha creado a fuerza de parasitar a la primera. Y la cuestión es que una y otra no son tan fácilmente escindibles como a primera vista pudiera pensarse. Se tiende a pensar, por un lado, en una especie de campo de la excelencia cristalizado en las multinacionales, punta de lanza de la España moderna y, por otro, en el lado oscuro de una administración y aledaños sobrecargados de empleos públicos inútiles, despilfarradores de impuestos y devoradores de prosperidad.

La realidad es más compleja. ¿Es bandera de eficacia esa clase empresarial oportunista, siempre en busca de una vía fácil de enriquecimiento? ¿Son verdaderas muestras de excelencia esos capitanes de empresa rigurosamente nombrados a dedo que, un buen día, decidieron olvidar por qué están ahí y empezar a creerse que todo se debe a su talento? En el otro lado, ¿no existen instituciones y organismos públicos eficaces, que proveen servicios necesarios de modo competitivo? No, lamentablemente la cuestión no se reduce a dicotomías simplonas. Como no existen tampoco –contra los que algunos parecen querer pensar- territorios habitados exclusivamente por seres virtuosos en contraste con otros en los que no hay virtud que arraigue. Hay mucha más homogeneidad de lo que parece y, como con el clima, pasamos de Europa a África casi al unísono, porque la península ofrece pocas fronteras a los vientos.

El cleavage –que dicen los sociólogos-, la cesura en torno a la que se organiza la dualidad es transversal. No está circunscrito a la oposición público-privado como tampoco a un eje norte-sur o levante-poniente. Porque tiene que ver con la asunción de ciertos valores. Valores que tampoco sería del todo correcto identificar con los de la “modernidad”, salvo que fuéramos capaces de definir con cierta solvencia y precisión qué significa ese término. La “modernidad” es una noción que ha llevado muy mala vida, ciertamente. Modernos o no, esos valores son, en síntesis, los medulares de la democracia liberal; los propios de una sociedad madura, autónoma y abierta.

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