lunes, 4 de junio de 2012

La facultad de admirar

Ayer dieron por televisión (en la 2, claro, dónde si no) un breve documental homenaje a Miguel Delibes. No sé muy bien por qué, porque no me consta que ni ayer mismo ni esta semana cumpla aniversario o efeméride alguna relacionada con su persona o con su obra. Bien está, en todo caso.

Una buena parte del documental estaba compuesta de extractos de entrevistas al propio Delibes. El televidente accede así a un sencillo privilegio: escucharle, oírle hablar. Oír hablar a Delibes resultaba casi tan delicioso como leerle. Un escritor tenido siempre por accesible, por poco afectado, por nada impostado. Un escritor fácil. Su verbo fluía, es verdad, igual que su palabra escrita. Sin dificultades pero, al tiempo, con una precisión asombrosa.  Recuerdo que, en uno de los extractos, relataba su entrevista con cierto cazador de ratas que inspiró, precisamente, su novela Las Ratas. Como si tal cosa, ofrecía de viva voz una descripción absolutamente quirúrgica de personaje y entorno. Dándole a cada cosa, a cada accidente y cada planta su castellano nombre. ¿Cómo es posible -pensaba para mí- tener tal acervo a mano? ¿Nunca se atropella, nunca le falta la palabra exacta, el vocablo preciso, ese poder decir lo que se quiere y no otra cosa? Eso –seguía pensando- es dominar una lengua. Y aparentemente sin esfuerzo alguno.

Dicen los estudiosos que en la obra de Delibes, que no está escrita en español sino en castellano, se documenta un millar largo de términos patrimoniales de la Castilla rural, en desuso, en las ciudades porque no existen las realidades que nombran y en los pueblos porque no hay habitantes que los pronuncien. “Sencillez”, lo llaman.

En otro orden de cosas, pasmo ante el prodigio lingüístico aparte, el hombre admirable que, a mi juicio y creo que al de tantos, era Delibes, los valores que transpiraba, su condición de gigante que es capaz de no renunciar a sus orígenes, su capacidad de transmitir paz y calma, me llevaron, cómo no, a la noción de excelencia y sus virtudes ciudadanas. Los hombres como Delibes son de una categoría superior y, reconociéndolo, nos permiten elevarnos. Tiran de todos nosotros hacia arriba. Pero, para lograrlo, hemos de superar otra de nuestras taras contemporáneas: la atrofia de la facultad de admirar.

Admirar lleva a imitar y, si se admira lo bueno, se imitará lo bueno. Pero ello implica partir de la posibilidad de que exista gente auténticamente admirable. Y, volvemos a lo de siempre, ello implica la capacidad de reconocer los verdaderos valores. Una sociedad vale, qué duda cabe, lo que valen sus héroes y sus iconos. La virtud cívica anida allí donde existe una verdadera aristocracia del mérito, allí donde el magisterio de los admirables por buenos motivos es reconocido y esos admirables son decididamente imitados.

Miguel Delibes pertenecía por derecho propio, creo yo –y creo que creía casi todo el mundo- a esa categoría de las gentes admirables. No solo por su descollante talento (Picasso era muy talentoso y tengo mis dudas de que se pudiera admirar en él más que su apabullante genio pictórico) sino por esas virtudes que acrisolaba y que hoy nos hacen tanta falta. Contención, calma, apego por lo sencillo, austeridad, compromiso, honestidad personal e intelectual… Un elenco que forma, para algunos, el compendio tradicional de las virtudes castellanas –en grado de excelencia, todo hay que decirlo- y hoy son el negativo de esta España aperreada, cutre, bajuna, de inmediateces y corto vuelo. Esta España de lenguajes obtusos en las que las palabras parecen no querer nunca ser sino vacuas, no denotar nada, carecer de significados precisos.

Esta España que, como dijo un buen amigo y he repetido en otras ocasiones, solemniza lo obvio y banaliza lo importante.


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