martes, 26 de junio de 2012

Instrumentos financieros de siglas extravagantes

Interesante, como casi siempre, este texto de mi admirada Irene Lozano, publicado en El País. Lástima, parece, que cuando uno es honrado con columnas en el diario independiente par excellence, diríase que queda contagiado  de ese morbo o, según se mire, ungido con ese carisma, que es el que ya no le resulta exigible el rigor en lo que dice. Puede uno remitirse sin pudor a cualquier frase vacua o a cualquier eslogan, sin necesidad de demostrar nada ni, por supuesto, de explicar en términos menos bellos pero más comprensibles qué se quiere decir.

Recuerdo, hace ya muchos años, a un joven e impulsivo Josep Borrell todavía no engullido por el Saturno socialista, que subió a la tribuna a espetarle a Aznar –a un Aznar en sazón- algo así como que “el trabajo es un derecho, no una mercancía”. Frase que, por sí, no consta que creara puesto de trabajo alguno ni que diera pistas útiles a quienes tenían que diseñar políticas de empleo. Pero se quedó a gusto, el orador. Y es que el progre de manual no expone sus ideas, sino que las depone. De ahí la cara de alivio que se les queda.

Guardando las debidas distancias, lo de “la solución de la crisis es más Europa” me suena parecido. Grandilocuente, sonoro, hermoso, pero banal.

Nótese el párrafo con el que Lozano abre su aportación: “En este artículo no figuran palabras como “déficit” o “eurobonos”, y sin embargo versa sobre la cumbre europea de esta semana. La confusión nos ha convencido de que todos nuestros problemas se solucionarán mediante instrumentos financieros de siglas extravagantes, pero la urgencia tiene carácter político”. Nuestra autora empieza por ofrecernos sus coordenadas, lo cual denota, al menos, una encomiable honestidad intelectual. Para hablar del problema, ella, como tantos otros, se coloca supra, como los árbitros. No va a entrar en esas zarandajas y en ese lenguaje críptico que –sospecho- no sabe qué quiere decir pero, sobre todo, no le importa. “Instrumentos financieros de siglas extravagantes”. Tócate los…

Con el debido respeto a Lozano en su doble condición de diputada y escritora –porque creo que escribe muy bien y no tengo dudas de que intenta desempeñarse dignamente como representante de la ciudadanía-, no resulta aceptable abogar por una “solución política” si ello implica, de entrada, rebajar a la categoría de mezquindades los planteamientos económicos que, como mínimo, hay que intentar comprender. La “solución política” no es admisible como coartada. No es admisible terciar en un problema y, de salida, declararse no constreñido por sus términos.

Seguro que a Lozano la cuestión del “déficit” le parece –como a tantos ministros, diputados y votantes, sobre todo de cierto espectro- menor. Es más, igual hasta le parece mezquino hablar de eso, porque es de mal gusto hablar de dinero. Y “lo de los eurobonos” le parece una cuestión técnica que una persona de elevados ideales no debería rebajarse a analizar. Pero los eurobonos son, señora mía, bonos, es decir, con perdón, títulos representativos de deuda que alguien ha de satisfacer con renuncia al producto de su trabajo.

Desconozco si la señora Lozano es de derechas, de izquierdas o si, como las personas sensatas, procura que la ideología no le impida ver la realidad. Pero seguro que no es liberal. Si lo fuera, desde luego que podría seguir separando conceptualmente economía de política, pero no le resultarían tan fáciles de escindir. La cuestión de quién paga qué, de cuánto se gasta y por quién es, desde luego, una cuestión económica; pero es también una cuestión política y de primer orden.

La banalidad de “a más crisis, más Europa” –la típica tontería progre- lleva implícita una respuesta a la pregunta de quién paga qué. Si se reformula en un “a más crisis, más Alemania” suena igual de tonto, pero más honesto. Los del “más Europa” quizá deberían ser más respetuosos con el trabajo ajeno. Igual que los de la “calidad de vida” y los del “Europa como idea”.

lunes, 25 de junio de 2012

La sociedad dual

Esta mañana, poco después de las siete, había cerca de veinticinco grados en el centro de Madrid. En esta época del año, eso anuncia cerca de cuarenta a mediodía. Absolutamente nada de particular. Cada verano, sucede tres, cuatro o cinco veces. El resto de la canícula, disfrutamos, es un decir, de temperaturas más moderadas, en el entorno de los treinta. Así es el verano en la capital y en toda la meseta. En el curso bajo del Guadalquivir, son más bien treinta y cinco los días frescos, con el concepto “ola de calor” instalado muy allende los cuarenta. La España interior y su verano son así, señor mío. Cada vez que el termómetro hace estos pinitos –ya digo, invariablemente, año tras año- me pregunto si no sería buena cosa traerse a algún teutón –o a algún chiquito del norte- en prácticas, para que luego pontifique con conocimiento de causa. No es cosa de ponerse extremoso. Tampoco es cosa de que tengan que salir de faena por el campo cordobés. Basta una mañana de recados en Toledo, pongamos por caso. Me hace usted el favor, se levanta tempranito, se echa un café bebido al coleto y luego se pasa por el banco, por correos y tiene alguna pelotera con la administración. Y procure estar de vuelta a la sombra antes de las doce, por la cuenta que le trae.

Y es que todos estos que se ponen como gambas a la plancha en Denia tenían que enterase de que, cien kilómetros hacia el interior, la manida “calidad de vida” y el “aire mediterráneo” se pierden. Y solo quedan un calor de mil demonios y el mismo horario que enero. Un país mucho menos amable que otros con menos fama de simpáticos. Europeo en invierno, decididamente africano en verano y no es un decir, así lo describen los climatólogos.

En estas, me topo esta mañana con un artículo de McCoy (aquí) que hace, colateralmente, referencia a una de mis ideas más queridas: la del país dual. España es un país dual en muchos sentidos. Climatológicamente para empezar, históricamente también –a caballo entre Oriente y Occidente, entre el mundo atlántico y el mediterráneo-, puente, o quebrada, entre civilizaciones. No es, ciertamente, caso único ni tampoco el caso más extremo. Hay países verdaderamente partidos por dualidades dramáticas (Turquía, Ucrania, México…) y son todos ellos, como el nuestro, países-frontera. Pero no, la dualidad a la que McCoy se refiere –y no es el primero en señalarlo-, creo, y la más interesante para interpretar nuestro presente es la dualidad entre un país real y un país ficticio o entre un país moderno y un país que cree serlo.

En España conviven una sociedad dinámica, competitiva, productiva, homologable en valores y usos con las sociedades europeas más avanzadas –para bien y para mal- y una sociedad no ya hedonista sino pancista, completamente ajena a la realidad exterior, que vive en la burbuja que ha creado a fuerza de parasitar a la primera. Y la cuestión es que una y otra no son tan fácilmente escindibles como a primera vista pudiera pensarse. Se tiende a pensar, por un lado, en una especie de campo de la excelencia cristalizado en las multinacionales, punta de lanza de la España moderna y, por otro, en el lado oscuro de una administración y aledaños sobrecargados de empleos públicos inútiles, despilfarradores de impuestos y devoradores de prosperidad.

La realidad es más compleja. ¿Es bandera de eficacia esa clase empresarial oportunista, siempre en busca de una vía fácil de enriquecimiento? ¿Son verdaderas muestras de excelencia esos capitanes de empresa rigurosamente nombrados a dedo que, un buen día, decidieron olvidar por qué están ahí y empezar a creerse que todo se debe a su talento? En el otro lado, ¿no existen instituciones y organismos públicos eficaces, que proveen servicios necesarios de modo competitivo? No, lamentablemente la cuestión no se reduce a dicotomías simplonas. Como no existen tampoco –contra los que algunos parecen querer pensar- territorios habitados exclusivamente por seres virtuosos en contraste con otros en los que no hay virtud que arraigue. Hay mucha más homogeneidad de lo que parece y, como con el clima, pasamos de Europa a África casi al unísono, porque la península ofrece pocas fronteras a los vientos.

El cleavage –que dicen los sociólogos-, la cesura en torno a la que se organiza la dualidad es transversal. No está circunscrito a la oposición público-privado como tampoco a un eje norte-sur o levante-poniente. Porque tiene que ver con la asunción de ciertos valores. Valores que tampoco sería del todo correcto identificar con los de la “modernidad”, salvo que fuéramos capaces de definir con cierta solvencia y precisión qué significa ese término. La “modernidad” es una noción que ha llevado muy mala vida, ciertamente. Modernos o no, esos valores son, en síntesis, los medulares de la democracia liberal; los propios de una sociedad madura, autónoma y abierta.

lunes, 18 de junio de 2012

Alemania, los dilemas morales y las bolas de partido

El seguimiento que se realiza en medios de la crisis financiera, minuto a minuto, es un fiel reflejo de lo que parece ser la visión que los políticos tienen de la misma: una sucesión de acontecimientos, sin fin ni principio, aparentemente inconexos. Es como si estuviéramos contemplando un partido de tenis en el que se suceden las match balls. Nuestro tenista preferido se enfrenta, una tras otra, a sucesivas bolas que, de perderlas, le dejarán fuera del partido. Y el tenista sale airoso una y otra vez, haciéndonos sentir un alivio momentáneo, hasta la siguiente bola. Así, disfrutando del espectáculo y de la adrenalina, se pierde de vista lo más evidente: que, arrinconado a bolazos, lo normal es que nuestro tenista acabe perdiendo. Claro que hay reacciones épicas y, por supuesto, hay quien termina doblegando a su rival tras pasarlas canutas, pero en el tenis, como en la vida, suele pasar lo previsible y termina ganando quien disfruta de muchas bolas terminales.

El caso de Grecia y, en distintas medidas, también los de otros países motejados de periféricos en Europa, incluida la propia España, es un ejemplo. Grecia no puede pagar su deuda, está visto, entendido y archiasumido. Ofrecer más deuda al estado griego no es, no puede ser, la solución. Resulta, pues, un tanto patética la sensación de haber salvado una match ball que, al parecer, produce la victoria de uno de los dos partidos que, en comandita, condujeron al país al desastre y al marasmo en el que se encuentra. El gobierno que se forme reiniciará, hay que suponer, la dinámica de negociaciones con los socios comunitarios. Hasta que, hay que suponer también, el principio de realidad termine por imponerse.

Grecia solo cuenta con dos soluciones. Una de ellas es abandonar el euro, adoptar una moneda nacional propia y redenominar su deuda, repagándola en su propia divisa. Como quiera que la divisa, con toda probabilidad, se devaluaría de modo significativo frente al euro (o la moneda que en ese momento sea curso legal en Alemania), Grecia impondría, de hecho, una quita a sus acreedores. La otra es ser verdaderamente amparada por sus socios comunitarios. Bien porque estos le ofrezcan voluntariamente el alivio de una quita, bien porque asuman como propia la deuda.

Suena muy grosero y requeriría matices, pero, en términos crudos, los planes de “eurobonos”, las llamadas a la “solidaridad” y al “más Europa” vienen a ser equivalentes a “que la deuda la pague (o asuma) otro”. Es bastante evidente que, hechas las oportunas cuentas y repartos, el “otro” suele ser Alemania. Y el caso es que estas son las alternativas: o bien se avanza hacia una integración fiscal –nuevo tecnicismo para denominar el proceso por el que Alemania y otros se hacen cargo de deudas ajenas- o el euro debe perecer víctima de las enfermedades que ya le diagnosticaron al nacer. Los virulentos ataques de los que son objeto las economías periféricas se asemejan a las crisis que, históricamente, han padecido los países en vías de desarrollo que estaban fuertemente endeudados en moneda extranjera. Y es que el euro, a efectos prácticos, es una moneda extranjera, al menos para buena parte de las naciones que lo tienen como moneda nacional.

Desde un punto de vista técnico, se dice, no sería irracional que Alemania u otros países en posición semejante –si es que hay alguno- decidieran echarse a la espalda la carga del verdadero “rescate” que no es otro que la corrección de las enfermedades congénitas del euro. Se dice, y puede que sea cierto, que esos países han sido grandes beneficiarios de la unión monetaria y que, en todo caso, son grandes beneficiarios del proceso de integración. La lógica vendría a ser “a más Europa, mejor para Alemania”. El argumento suele ilustrarse con una referencia a la cantidad de coches alemanes de alta gama que se venden en España que, se supone, no se venderían de no ser por las extraordinarias facilidades que, para su adquisición, ha supuesto el euro. Se empieza por aquí y se termina acusando a Alemania  de ser la beneficiaria de la menesterosidad mediterránea, cuando no de estar procurando la creación de un nuevo Reich que, este sí, duraría mil años.

El gran error de Alemania, probablemente, es haber permitido a su banca financiar hasta límites estratosféricos deudas de terceros, como si una moneda común, además de hacer desaparecer el riesgo cambiario hiciera desaparecer el riesgo de crédito. Es esa conexión y no supuestos beneficios derivados de una posición de dominio –de la que, por otra parte, los alemanes vienen disfrutando desde hace muchos años, con y sin moneda única- el mejor incentivo para que la potencia centroeuropea se decida a dar un paso adelante. No sé si es la principal beneficiaria de que siga existiendo la divisa comunitaria; pero sería una gran perjudicada de una masiva devaluación competitiva de sus socios del sur.

Lo que se discute no es si va a sufrirse un cataclismo económico. Ese cataclismo ya ha ocurrido y se discute cómo se reparten sus efectos. La pretensión alemana es, como resulta lógico, que el padecimiento recaiga, en la mayor medida posible, sobre los países periféricos y sus poblaciones. Así dicho suena poco compasivo, pero es que la pretensión de que otro se haga cargo de las deudas propias tiene un componente inmoral. Los economistas dicen, quizá con buen criterio, que estos análisis en términos de virtudes y defectos están fuera de lugar, y que lo único que debería preocuparnos es el bienestar de todos –entendido como el mayor nivel de vida posible para la mayoría-. Es poco relevante, por tanto, cómo hemos llegado hasta aquí. Lo único que debe importar es cómo salimos. Y, sin embargo, el debate moral no puede ser eludido. La criticada contumacia de Alemania a la hora de insistir en los rigores y la austeridad –quizá hasta la exageración, no sé- se sustenta, me temo, en esa interferencia moral: la opinión pública alemana rechaza de plano la idea de una ayuda incondicionada, sin penitencias, porque no puede soportar lo que entiende como recompensa a un desdén por las virtudes que considera elementales. El problema es que, en la vorágine, también ellos ignoraron nada menos que la virtud de la prudencia –por cierto, la virtud alabada por los griegos (los clásicos, no los contemporáneos) sobre todas las demás-.

El caso es que solo hay dos salidas: o un enorme acto de generosidad –que, por definición, exigirá soslayar ciertas ideas de justicia- o una purga de los pecados de todos. Alemania tiene que decidir si perdonar pecados ajenos puede serle menos gravoso que tener que afrontar los propios en toda su crudeza. El debate financiero, el cálculo, se inclina por la componenda. En términos morales lo podemos poner como compensación de culpas. Al modo de los héroes mitológicos, Alemania se enfrenta, pues, a un dilema. Las bolas de partido seguirán viniendo del otro lado de la red hasta que el héroe elija.

viernes, 15 de junio de 2012

Un país denso

Me parece de interés la reflexión apuntada en un blog de Expansión, a cargo de Nicolás López Medina y que lleva el provocativo título de “¿Es España europea?” (enlace aquí).

La pregunta de si España es europea (o de si lo es Grecia que, para el caso, es lo mismo) tiene una u otra respuesta en función de qué alcance se le dé al término “europea”, por supuesto.

En un sentido geográfico, la pregunta es tan banal como su contestación. Sí, España pertenece a eso que convencionalmente llamamos Europa. Más aún, pertenece de forma indubitada a la Europa occidental, a la Cristiandad latina y, por tanto, a la Europa que se considera a sí misma tal en sentido estricto. Periferia o arrabal, si se quiere, pero las grandes naciones del Occidente no pueden explicar sus propias historias sin España, como España no puede explicar la suya sin esas grandes naciones –ése, si no recuerdo mal, era el criterio que Toynbee proponía para definir cuál era nuestro ámbito cultural-.

España también pertenece indubitadamente a Europa si la europeidad se entiende como un proceso de síntesis. Si “lo europeo” resulta de integrar diversas fuentes y tradiciones. Bien es cierto, claro, que este enfoque es tramposo, porque no es Europa la que define a España sino España la que define a Europa. No definimos la europeidad, sino que la estipulamos. Europa resulta de agregar cosas que, simplemente, queremos que sean Europa. Al modo, por cierto, en que se construye la Unión Europea, que no parte de ninguna definición de Europa, sino que hace Europa al expandirse. No es tanto que los estados miembros sean europeos como que se hacen europeos cuando llegan a ser estados miembros.

La europeidad a la que se refiere, creo, López Medina es una europeidad restringida, una suerte de “mittel-europeidad”, la europeidad o el modo de ser europeo que representan las naciones a las que instintivamente se reconoce como el corazón del continente (en sentido amplio, es decir, incluyendo las islas). En este sentido, sí, hay una europeidad central y una europeidad marginal. La cultura europea –y, por extensión, la Occidental- se construye modernamente sobre tres tradiciones: la inglesa, la francesa y la germánica. En la Europa marginal se agrupan el mundo ibérico, el escandinavo y ese mundo amplio que es “el Este”.  Italia, partida en dos, ¿qué es? Dejémoslo sin respuesta, por ahora. Siempre me ha parecido que tiene más sentido representarse Europa de este modo que sobre otros ejes, como el de Norte-Sur o el de latinidad frente a germanía, que dejan tanto fuera, que son incompletos.

Guste o no, la Europa central dicta el acervo de la europeidad básica. Y, asimismo guste o no, el grado de europeidad se mide por el nivel de asimilación en usos y costumbres a esa Europa central. Por ahí va, creo, el comentario de López Medina.

¿Cuál es, pues, nuestro nivel de asimilación? López Medina sugiere que mayor que el de los griegos, pero todavía no suficiente –nótese que el término “suficiente” implica reconocer esa asimilación como deseable, y esto es de mi cosecha-. La europeidad puede ser entendida como un objetivo plausible en tanto implique asimilación a las democracias más avanzadas de la región, en un sentido amplio, no solo político, sino también económico. En un símil físico, diríase que se puede considerar tanto el volumen de europeidad como la densidad. España es, quizá, desde la perspectiva del volumen, Europa, pero no es densamente Europa.

La principal lección de esta crisis puede ser esta. En la superficie, nos hemos convertido en un país parecido a los de Mittel Europa, pero en la densidad, no. España sigue siendo el país de la anécdota. Ciertamente, mucho menos de lo que lo era hace unos años, pero lo sigue siendo. No es lo mismo tener, pongamos por caso, una colección de restaurantes excelentes dirigidos por descollantes cocineros que tener, de veras, una gastronomía y una industria de la gastronomía potente. En España se puede comer muy bien en muchos sitios; en Francia se puede comer bien en cualquier parte. Esa es la diferencia. La cultura española es una cultura mediocre salpicada de destellos de genialidad en varias disciplinas. Las culturas francesa, inglesa o alemana –también la italiana- son culturas sólidas, respaldadas por un tejido de industrias culturales denso, potente y capaz de producir un tupido entramado de resultados, a varios niveles.

Y, en fin, la europeidad central, la europeidad densa se manifiesta en una cultura cívica, en una tradición ciudadana de la que nosotros carecemos. Es verdad que hay grados, pero puede decirse que, en aquellas sociedades, la democracia ha ganado una sustantividad que en la nuestra le falta.

Hacer de España un país densamente europeo es una tarea hercúlea que, a todas luces, hemos minusvalorado. Creo que lo he comentado en otras ocasiones: el ímprobo esfuerzo que ha habido que invertir para sacar al país del atraso más absoluto en todos los terrenos y lo estupendo del resultado puede llevar a una apreciación errónea de lo que falta por recorrer. Antaño, cuando las diferencias eran obvias, nadie se confundía: la diferencia entre España y la Europa más central era groseramente evidente. Ahora, las cosas son mucho más sutiles. Y, sin embargo, el problema de la densidad puede ser más complejo de resolver que el problema del volumen. Ya tenemos un país y una economía grandes. Ahora, hemos de hacerlos densos. Y para eso no deberían valer atajos. A estas alturas, está razonablemente claro que la generación de quien esto escribe no verá cerrarse la brecha que, por ridícula que parezca por contraste con la sima de tiempos pasados, nos separa de las naciones a las que nos queremos parecer. Hacer de España un país densamente europeo: ésa debería ser la tarea de los próximos años. Quizá de los próximos cincuenta o cien.

miércoles, 13 de junio de 2012

Algo que no iba a ocurrir

Publicado en Expansión, 12 de junio de 2012

No puede decirse que el rescate, préstamo blando o llámese como se quiera de los socios comunitarios sea una sorpresa. La necesidad de un aporte externo de recursos venía siendo razonablemente evidente desde hace algún tiempo. La discusión, claro, era el cómo. Y no puede decirse que el cómo haya resultado, ni mucho menos,  desfavorable. El Eurogrupo ha tenido todo el cuidado del mundo en dejar patente que España no es Grecia, ni Portugal ni Irlanda. Son palabras mayores y había que inventar algo nuevo. Y se hizo. Es ilusorio pensar, claro, que el “sin condiciones” es tal. Pero el escenario no es ofensivo. El golpe a la autoestima de este viejo país es digerible.

Cuestión diferente, claro, es que se pueda pensar que lo necesario es también suficiente. La economía española y algunas de sus instituciones están tan dañadas que cuesta pensar que la sola estabilización del sector bancario, por otra parte imprescindible, baste para marcar el punto cero de esta crisis interminable. Al tiempo que se nos anuncia que la cuestión bancaria puede estar, por fin, en vías de solución, se anticipan también unas cifras de cierre de ejercicio aterradoras. Los mercados no tardarán, casi seguro, en apuntarlo: el problema de España sigue ahí, y es un problema de crecimiento y de obtención de la necesaria capacidad fiscal, hoy inexistente, que permita atisbar que podemos salir del círculo vicioso en el que estamos metidos. No es probable que las tensiones para España y para el euro hayan acabado.

Ahora se dispone de los recursos necesarios, pero la tarea de reestructuración del sector bancario no solo no ha concluido sino que, cínicamente, se podría decir que apenas ha comenzado. Es ahora, por fin, tras años de preterición –o eso dice el FMI- cuando el problema se afronta con toda su crudeza. La reestructuración, hay que reiterarlo, habrá concluido cuando dispongamos de un sector financiero funcional y sostenible, no dependiente del BCE ni de las ayudas públicas, en lo posible. Ese estado de cosas puede tardar aún en llegar.

Hemos de asumir que la eficacia de la reestructuración del sector financiero no es independiente del cuándo y del cómo se acomete. Afirmar que una operación decidida a la altura en la que hicieron sus grandes intervenciones los socios comunitarios hubiera ahorrado sinsabores –aunque hubieran sido necesarias, después, medidas complementarias- no es regodearse en penas. Es un necesario principio para entender lo que ahora cabe cabalmente esperar. Hemos de asumir que, en algunos casos, hubiera sido mejor la más absoluta inacción que hacer algunas cosas que se hicieron, por ejemplo. Al menos, nos hubiéramos ahorrado daños a nuestra credibilidad, que no es poco.

No, no creo que estemos en el punto final. Con suerte, estamos al principio del fin, que no es poco.

Lo que sí ofrece la ayuda de nuestros vecinos es la ocasión de reclamar, una vez más, un análisis en profundidad de lo ocurrido. Se está instalando en cierta opinión ilustrada y no sospechosa de partidismos, una querencia por el “ahora no toca”. No es, parece, el momento de preguntarse qué se ha hecho mal en nuestro sector financiero y de contestar la pregunta desde un análisis técnico, riguroso y, desde luego, no politizado. Sospecho que quienes entienden que es malo intentar entender, con vistas a prevenir, confunden analizar con buscar culpables. No es lo mismo. Es posible que nunca haya sido más cierto que lo urgente no deja tiempo para lo importante, pero es necesario subrayar que la economía española no puede volver a permitirse, jamás, un deterioro en su sector financiero como el que se está intentando enderezar.

Ya digo, si es que éste no lo es, no sé cuál será el momento oportuno. Pero acaba de suceder algo que mi generación –la primera que a lo mejor se creyó de veras algo que igual no era- pensó que no ocurriría nunca. Algo habrá que intentar entender.

miércoles, 6 de junio de 2012

Animémonos a discutir la unidad

Mi buen amigo Pepe, que además es lector de este blog, me remite en enlace a una interesante reflexión (véase) de José María Ruiz Soroa sobre el sempiterno tema de cómo tratar con los nacionalismos periféricos. Ruiz Soroa propone la alternativa Cameron o jugar a la canadiense, si se prefiere. Es decir, lejos de rehuir el debate, afrontémoslo de cara, aceptando, si es preciso, incluso el envite de un referéndum en el que sometiéramos a criterio del respetable ni más ni menos que la cuestión nuclear: la propia continuidad histórica de España como estado en su actual configuración.

Pues convengo con Ruiz Soroa, para qué engañarnos, y cada día más. Aunque solo sea porque no se me ocurre otra vía para poner fin a este tira y afloja tan cansino en el que los nacionalistas vascos y catalanes han convertido nuestro día a día desde hace más de treinta años. Intentaré dar mis razones, amén de suscribir las del propio autor citado en su práctica integridad.

Por supuesto, hay que comenzar por una petición de principio. Sintiéndose el que suscribe –qué le vamos a hacer- español por los cuatro costados, parto de la convicción de que España, como estado, es una realidad histórica a la entera disposición de las generaciones vivas de españoles. No hay nada esencial en el artefacto jurídico-político que hoy nos acoge como nación, como pone de manifiesto el que hayamos tenido otros (inciso: uno piensa –qué le vamos a hacer, también- que los españoles preexistíamos a España como estado moderno y seguiríamos existiendo tras su desaparición), y que se legitima por su utilidad y mayoritaria aceptación. Carece de sentido que, como es mi caso, se tenga por estupefaciente la invocación de cualesquiera “derechos históricos” de no sé qué “pueblos” como sustento de cualquier argumentación política que se pretenda racional y, al tiempo, sostener sin rubor que  existen instituciones trascendentes, intangibles y que deben ser conservadas tal como los muertos nos las legaron (nuevo inciso: esto de la lógica, según se ve, constriñe mucho, porque impide sostener al tiempo una cosa y su contraria, de ahí que los políticos la rehúyan sistemáticamente).

Dicho lo anterior, tampoco creo que exista razón sensata, a fecha de hoy, por la que los españoles debieran plantearse dar por amortizado nuestro perfectible aparato estatal. Con todos sus problemas y disfuncionalidades, que son muchos, creo que nunca ha funcionado mejor. Es posible que los “pueblos” no hallen acomodo en su estructura y vean coartado su desarrollo nacional, pero no me parece que los integrantes de esos pueblos tuvieran mejores perspectivas en otros entornos. Pero esto, claro, es lo que se trata de dilucidar, para algunos.

Y lo oportuno es discutirlo.

La táctica seguida hasta ahora para tratar con la cuestión del nacionalismo periférico ha sido netamente transaccional. A cambio de la renuncia a un programa de máximos –el natural en todo nacionalismo que se precie, el que conduce a la reclamación de un estado propio (nuevo inciso: recuérdese que, para un nacionalista, un estado no es una organización al servicio de unos ciudadanos sino la expresión jurídico-política de una nación o “pueblo”)- se adapta la estructura interna del propio estado, su forma, condicionándola hasta extremos notables. A la vista está que la pretendida solución no ha sido tal. Como era previsible por su propia naturaleza, cualquier transacción con el nacionalista tiene validez temporal, es la ganancia del aquí y el ahora, siempre sometida a la condición de perpetuum mobile que reviste el nacionalismo como ideología.

Pero es que, además, en las propias tensiones del planteamiento transaccional, el nacionalismo encuentra una fuente inagotable de alimento retórico y una dinámica altamente beneficiosa, puesto que permite no tener que probar nunca de verdad las propias fuerzas. Puesto que nos negamos a la discusión de la mayor, que no es otra que la posibilidad de la independencia, aceptamos la presunción de que el resultado de ese debate nos sería adverso, esto es, se puede dar por sentado que tememos ese resultado o que lo aceptamos como probable. Lo que no deja de ser curioso, toda vez que las estadísticas apuntan a todo lo contrario. Al menos, por ahora.

La dinámica transaccional es, por otra parte, imposible de mantener sine die, toda vez que el límite en la deconstrucción posible de un estado viene dado por las fronteras de su propia funcionalidad. Un estado no puede hacerse nunca cómodo del todo a quienes están incómodos por su propia existencia. Es un empeño imposible y un punto absurdo. Donde no hay transacción posible deberá, por tanto, haber confrontación –no violenta, por supuesto-, y ello exige un marco para medir las fuerzas de cada cual, sin que una parte tenga el derecho a elegir los tiempos y las maneras. A partir de aquí, la cuestión pasa a ser de otro orden. De tipo técnico, si se quiere. El Tribunal Supremo del Canadá ya dio unas pautas muy sensatas para evaluar con garantías la conveniencia de adoptar una decisión tan grave como la secesión de parte de un territorio, en aquel caso Québec. Pautas sensatas son también las que ofrece Ruiz Soroa.

Hay que determinar qué se pregunta y a quién se pregunta. Y la experiencia enseña, por cierto, que un buen paso para ganar un referendo es convocarlo. Es posible, es probable que sean los propios nacionalistas quienes terminen, arrastrados por sus propios discursos, apelando al “pueblo”. Pero será al pueblo que ellos entiendan tal, para preguntar sabe Dios qué, casi con seguridad algo poco claro, no comprometedor del todo y con escape por la puerta de atrás. Estamos en la fase del “derecho a”. Como es muy arriesgado preguntar si alguien quiere algo, siempre se puede preguntar si quiere el derecho a tenerlo, que no es lo mismo (último inciso: creo recordar que había un personaje masculino en La Vida de Brian que quería quedarse embarazado -por cierto, los Monty Python se mofan, precisamente, de un grupúsculo de corte nacionalista, “resistente” a los romanos-; cuando los demás le están tratando de tonto, alguien, demostrando su genio político, arguye que, en efecto, no puede quedarse embarazado, pero el derecho sí lo puede tener). Habrá, seguro, nueva trampa que permita dar más cuerda a la cometa.

Y no hay cosa más tonta que dejar campo y tiempo, en esta partida de ajedrez que ya dura demasiado.

lunes, 4 de junio de 2012

La facultad de admirar

Ayer dieron por televisión (en la 2, claro, dónde si no) un breve documental homenaje a Miguel Delibes. No sé muy bien por qué, porque no me consta que ni ayer mismo ni esta semana cumpla aniversario o efeméride alguna relacionada con su persona o con su obra. Bien está, en todo caso.

Una buena parte del documental estaba compuesta de extractos de entrevistas al propio Delibes. El televidente accede así a un sencillo privilegio: escucharle, oírle hablar. Oír hablar a Delibes resultaba casi tan delicioso como leerle. Un escritor tenido siempre por accesible, por poco afectado, por nada impostado. Un escritor fácil. Su verbo fluía, es verdad, igual que su palabra escrita. Sin dificultades pero, al tiempo, con una precisión asombrosa.  Recuerdo que, en uno de los extractos, relataba su entrevista con cierto cazador de ratas que inspiró, precisamente, su novela Las Ratas. Como si tal cosa, ofrecía de viva voz una descripción absolutamente quirúrgica de personaje y entorno. Dándole a cada cosa, a cada accidente y cada planta su castellano nombre. ¿Cómo es posible -pensaba para mí- tener tal acervo a mano? ¿Nunca se atropella, nunca le falta la palabra exacta, el vocablo preciso, ese poder decir lo que se quiere y no otra cosa? Eso –seguía pensando- es dominar una lengua. Y aparentemente sin esfuerzo alguno.

Dicen los estudiosos que en la obra de Delibes, que no está escrita en español sino en castellano, se documenta un millar largo de términos patrimoniales de la Castilla rural, en desuso, en las ciudades porque no existen las realidades que nombran y en los pueblos porque no hay habitantes que los pronuncien. “Sencillez”, lo llaman.

En otro orden de cosas, pasmo ante el prodigio lingüístico aparte, el hombre admirable que, a mi juicio y creo que al de tantos, era Delibes, los valores que transpiraba, su condición de gigante que es capaz de no renunciar a sus orígenes, su capacidad de transmitir paz y calma, me llevaron, cómo no, a la noción de excelencia y sus virtudes ciudadanas. Los hombres como Delibes son de una categoría superior y, reconociéndolo, nos permiten elevarnos. Tiran de todos nosotros hacia arriba. Pero, para lograrlo, hemos de superar otra de nuestras taras contemporáneas: la atrofia de la facultad de admirar.

Admirar lleva a imitar y, si se admira lo bueno, se imitará lo bueno. Pero ello implica partir de la posibilidad de que exista gente auténticamente admirable. Y, volvemos a lo de siempre, ello implica la capacidad de reconocer los verdaderos valores. Una sociedad vale, qué duda cabe, lo que valen sus héroes y sus iconos. La virtud cívica anida allí donde existe una verdadera aristocracia del mérito, allí donde el magisterio de los admirables por buenos motivos es reconocido y esos admirables son decididamente imitados.

Miguel Delibes pertenecía por derecho propio, creo yo –y creo que creía casi todo el mundo- a esa categoría de las gentes admirables. No solo por su descollante talento (Picasso era muy talentoso y tengo mis dudas de que se pudiera admirar en él más que su apabullante genio pictórico) sino por esas virtudes que acrisolaba y que hoy nos hacen tanta falta. Contención, calma, apego por lo sencillo, austeridad, compromiso, honestidad personal e intelectual… Un elenco que forma, para algunos, el compendio tradicional de las virtudes castellanas –en grado de excelencia, todo hay que decirlo- y hoy son el negativo de esta España aperreada, cutre, bajuna, de inmediateces y corto vuelo. Esta España de lenguajes obtusos en las que las palabras parecen no querer nunca ser sino vacuas, no denotar nada, carecer de significados precisos.

Esta España que, como dijo un buen amigo y he repetido en otras ocasiones, solemniza lo obvio y banaliza lo importante.


sábado, 2 de junio de 2012

En torno a la cultura

Lo último de Mario Vargas Llosa  en librerías es un ensayito intitulado La Civilización del Espectáculo. Se trata de una reflexión o, por mejor decir, una colección de ellas, en torno a la idea básica de la degradación de lo que antaño llamábamos cultura y su fagocitación por el simple entretenimiento. El libro contiene también algunos textos publicados en forma de artículos de prensa que, como antecedentes a los diversos capítulos evidencian que algunos de los temas tratados –la religión, el sexo, la propia noción de cultura y, claro, la literatura en general- han venido ocupando al nobel desde hace ya muchos años e incluso son centrales en su obra, tanto la de no ficción como la novelística.

Cada libro de Vargas Llosa es un regalo y este, como todos, se disfruta, si bien he de decir que, a mi modesto entender y salvo en algunos pasajes como el que dedica a la pérdida del erotismo, no creo que el autor vuele a su mayor altura. Aunque don Mario es hombre de vasta cultura y escritor extremadamente pulcro y profesional, creo que el trabajo anda algo falto de profundidad.

Tampoco es que la tesis central del libro me parezca polémica, por evidente, ni Vargas Llosa es extremadamente original en su formulación: la cultura, tal como se vino entendiendo hasta hace una generación, ha sufrido desde mediados del siglo veinte un proceso de degradación paulatino, siendo sustituida progresivamente por lo que, al cabo, viene a ser una colección de productos light sin otro objetivo que el de entretener, epatar o, en todo caso, ser consumidos sin mayor esfuerzo. Vaya por delante que, en lo que denominamos “entretenimiento” –esto no sé si lo dice el autor exactamente, pero creo que no le traiciono si lo afirmo- hay, claro, niveles y calidades. Como sí dice Mario Vargas Llosa, Woody Allen puede ser a Orson Welles lo que Dario Fo a Ibsen, pero hay cosas peores, ciertamente. Desde otro punto de vista, el proceso tiene su traducción en la pérdida de influencia y aun la desaparición del “intelectual”, de la “gente de cultura” en sentido propio y su sustitución, en la formación de opinión, por otros personajes que, curioso, también se autodenominan “gente de cultura” o, incluso, de modo aún más pomposo, “creadores”. En fin, los intelectuales de cierta época tuvieron una enorme y muy directa responsabilidad en todo ello, y esto también queda patente en las páginas de La Civilización del Espectáculo.

Pero no quiero hacer una reseña del libro de Vargas Llosa, porque lo suyo es recomendar su lectura –es muy breve, además- y, por otra parte, reseñas ya hay y muy buenas. Sí me quedo con dos elementos de sus tesis, insinuados al menos.

El primero es de orden conceptual. Don Mario lo aborda brevemente en las primeras páginas del libro: la propia noción de “cultura”. “Cultura” es término polisémico o ha devenido tal. A lo largo del libro, y tal como expone, Vargas Llosa emplea el término en el que era su sentido más común: la cultura de una sociedad es un conjunto muy amplio de conceptos, valores y obras adscribibles a los campos del pensamiento, las humanidades y el arte; así, no incluiría productos que, desde otras perspectivas, son, por supuesto, “culturales”, como las ciencias o las técnicas (habría que matizar que, si bien es posible inscribir estas cuestiones en ámbitos ajenos a los de la cultura en un sentido estricto, no se puede ser culto ignorándolos, pero calificativo y sustantivo no se solapan –y sobre esto vuelvo abajo-). En el estado actual de las cosas, sin embargo, parece ganar fuerza una noción de “cultura” que, a veces, sí, se diría próximo al empleado en antropología (ya se sabe que, para los antropólogos, “cultura” se opone  sencillamente a “naturaleza”; todo lo que en los seres humanos no es natural –casi todo lo que nos hace propiamente humanos, la verdad- es cultural) y del que resulta que casi cualquier producto del magín o la voluntad del personal, con independencia de sus valores estéticos o de cualquier otro tipo, es cultura. Y es que, si hemos de aceptar que Willy Toledo y fauna afín son representantes del “mundo de la cultura”, algún desplazamiento semántico ha debido producirse, seguro, e importante.

La segunda de las cuestiones que sí me interesa comentar –ésta solo apuntada por Vargas Llosa- es la de los técnicos y la cultura. Estamos, sin duda, en la era del técnico. La técnica, y la ciencia, han adquirido un desarrollo sin precedentes al tiempo que, conforme a la tesis central de la obra que comento –y, que, insisto, me parece incontrovertible- la cultura va siendo sustituida por productos de ocio. ¿No es esto extremadamente arriesgado? Ya lo he comentado otras veces: mi propia generación descuella en formación técnica en las más diversas materias, pero somos menos cultos que los que nos precedieron. No quiero ser falaz en la comparación. Soy consciente de que, si bien muchos de nosotros hemos podido acceder a estudios superiores y disfrutado de medios para proveernos el necesario conocimiento, “los que nos precedieron” fueron una minoría. Pero vale la comparación dentro de cada clase. Un ingeniero o un jurista contemporáneos pueden tener una formación técnica muy superior a la de sus homólogos de hace cincuenta años, pero será difícil encontrar quienes dispongan de una formación humanística semejante. Y eso es, creo, un grave problema, porque nada hay más aterrador –y solo hay que remitirse a las pruebas- que una técnica emancipada de toda clase de frenos en forma de valores y sensibilidades. La idea de un notario o un médico con una cultura de video juego me resulta tan creíble como incómoda, la verdad. Ortega ya nos avisó de que, en mitad del progreso técnico y material, casi sin darnos cuenta, el mundo se iba llenando de gentes sin conocimiento sobre los rudimentos de instituciones tan esenciales como la misma democracia. También lo ha glosado, por ejemplo, Sartori: muchos de los pretendidos debates sobre la calidad  de nuestra sociedad democrática, tan familiar ella, antes que crítica justificada o ansia de mejora, lo que ponen de manifiesto es una paladina ignorancia de qué es una democracia, cómo funciona y cuáles son las alternativas reales. Y esto, claro, es solo un ejemplo.

Es manido, y está impregnado de verdad, el argumento de que no es posible saberlo todo. El hombre del Renacimiento fue un mito, creo, incluso en el propio Renacimiento. No se puede, cabalmente, exigir hoy a nadie que sea experto en más de una disciplina. Y es también verdad que la cultura no se mide por la cantidad de conocimientos de la que uno dispone. Por mucho que se sepa, por mucho que se haya leído, siempre será mucho más lo que se ignora. No es, pues, realista, pretender que haya gente que sepa mucho de muchas cosas, especialmente si esa gente, por mor del desarrollo, está obligada a saber ya mucho de una, teniendo solo una vida. Sí creo, empero, que es lícita, buena y recomendable la pretensión de los viejos educadores: creo que sí debe ser posible ser culto.

Culta, a mi juicio, es una persona que es capaz de desenvolverse con cierta soltura en su tiempo, que está en condición de ejercer con solvencia su capacidad de crítica, que dispone de un espíritu formado y sensible. Y para ello serán imprescindibles, sí, conocimientos en sentido amplio. No es posible ni siquiera intentar comprender el mundo contemporáneo –leerlo, escudriñarlo- en la carencia de unas nociones mínimas de múltiples disciplinas y no será posible hacerse una cabal idea de lo que es la condición humana si no se ha podido acceder a algunas de las grandes obras de la creación artística. Pero es, quizá, incluso más importante ser consciente de que todo eso existe. Es un primer paso necesario. Y no tengo la seguridad de que sea el caso, en general. ¿Aprovecha saber que existen un Pedro y una Natacha en Guerra y Paz, y el cuadro que Tolstoi nos hace de la sociedad rusa de aquel tiempo, aunque no se haya leído? Verdaderamente, ¿hay alguna diferencia entre saber que hubo un tal K. que pasó por un Proceso y no saberlo? Me barrunto que Umberto Eco diría que sí. Nuestra enciclopedia particular está compuesta por todo aquello que conocemos de modo directo y lo que conocemos de oídas. Y disponer de un universo referencial mínimo es extremadamente importante, creo.